Era, el de ayer, un planteamiento en parte novedoso en una plaza complicada en cuanto a la asistencia de público. Era una corrida goyesca, y como goyescos iban vestidos los toreros pero, salvo ese detalle, todo era igual a los festejos que no se tienen por tal. Y el invento, si así se puede llamar, sólo funcionó a medias, pues la situación económica es la que es. Se cubrieron los tendidos en algo más de su tercera parte y es que la cosa no está como para tirar cohetes.

La corrida era de los dos hierros de José Luis Pereda, criador onubense. Buen ganadero Pereda, lo suyo es puro Núñez, un encaste señero al que distingue como gran virtud ese tranquito de más que tienen los toros buenos, ese desplazarse un punto más allá en su embestida, lo que posibilita hacer el toreo reposado. Pero los toros que iban saliendo al ruedo del Coso de la Era de los Mártires no lucieron esa virtud. Cierto es que, salvo ese tercer toro del lote de Antonio Ferrera, los demás tuvieron bondad, pero adoleciendo de poca raza. La raza, esa que distingue al toro auténticamente bravo, la misma que un ganadero tan legendario como fue Alvaro Domecq y Díez definió como la sublimación de la bravura.

Sin embargo, los toros de Pereda, como buenos mansos, en cuanto se sentían podidos, dejaban que aflorase la querencia que es consustancial a esos toros que no quieren pelear: se iban a las tablas, pues en ellas sienten cobijo y protección. También lo hizo ese quinto, segundo del lote de Antonio Ferrera, aunque este animal era otro cantar, no en vano tuvo aspereza y un punto de genio. Por ello, la corrida la defendieron los toreros. Mano a mano, Ferrera e Iván Fandiño, dieron buena muestra de querer levantar la tarde, de su saber, de su conocimiento, de la técnica que los distingue y, en el caso de nuestro paisano, de una forma muy determinante de conectar con los tendidos.

La corrida, como hemos dicho, fue terciada; o sea, fue chica aunque de pitones no estaba mal, excepto el segundo, que no es que presuntamente estuviera, sino que saltaba a la vista lo que le pasaba a sus defensas. Pero terciaditos y todo, los toros salían generalmente alegres.

Por ello Antonio Ferrera lució con el capote, siempre con muchas ganas aunque a veces faltó sosiego. Pero este diestro enganchaba a los toros a la verónica y los iba ganando terreno hacía los medios cuando ligaba los lances. También, como ante el tercero, nos sorprendió el regusto de ese lance fundamental del toreo de capote hecho con la rodilla genuflexa. O los delicados delantales ante ese mismo toro.

Ferrera iba a por todas y a sus tres astados banderilleó, alternando en su segundo con su compañero y haciendo la preparación del quinto él solito con la ayuda de su capote. Es este tercio uno de sus fuertes, y el público lo apoyó y se hizo cómplice de sus ganas de agradar y sorprender, del espectáculo que da.

Las faenas del torero extremeño tuvieron el denominador común de su sentido del temple y de que sabe que a los toros hay que llevarlos hacia delante. Así lo hizo ante el que abrió plaza mientras se mantuvo en los terrenos de fuera y, cuando pidió tablas, supo dárselas y robarle los muletazos cuando le daba los adentros. El tercero blandeaba y supo que había que atacarlo lo justo, que había que llevarlo a media altura y dejarlo respirar. El quinto, burraco y descarado por su pitón derecho, fue un manso de libro ya que se fue rápidamente a la puerta de toriles. Tenía genio. La puerta grande ya estaba abierta para Ferrera, pero quería más. Y tanto, porque, en la que fue una faena de aficionados, tragó lo indecible, los derrotes de un toro que se sentía violentado, de un toro mirón al que sometió con la premisa de la valentía. Bien Ferrera en todo, y no tan bien con la espada pues si bien sus estocadas fueron efectivas, resultaron caídas.

Iván Fandiño se ha colocado en el escalafón en un buen lugar. Tal vez le falte naturalidad, sin que quiera eso decir que es un torero de espejo. Tiene el oficio bien aprendido, tiene cabeza para dar a los toros lo que piden, especialmente tiempos entre las series si no andan sobrados de acometividad. Y sobre todo, sabe que para ligar es esencial dejar al toro la muleta siempre puesta en la cara. Su primero fue una animal de bastas hechuras y de muy poca entrega en el capote del torero vasco. Lo banderilleó él mismo con más suficiencia que ajuste. La faena, al final, resultó larga, un punto premiosa, con unas manoletinas que no venían mucho a cuento aunque antes, a ese toro tan justo de celo y querencia clara a tablas, supo esperarlo y aguantarlo en el inicio del muletazo. El cuarto era un espectacular cárdeno claro, capirote y botinero. Estrechito de sienes, lució con él en verónicas de buena composición. Tuvo bondad ese animal y supo plantear la faena

El sexto fue también un manso declarado. Fue más de lo mismo: buen oficio del torero, y embestida a regañadientes, mejor cuando tenía libre la salida hacia los tableros. Fue larguísima esa faena, la que se premió con una oreja que permitía también a Fandiño salir a hombros.