Hay una imagen que, por alguna razón, me viene a la cabeza estos días. No sé si porque las noticias hablan mucho de las pensiones, y mi madre era viuda, o porque, acercándose el 1 de mayo, también el tema del trabajo sale a relucir.

La imagen en cuestión, envuelta en nostalgia, es la de un grupo de personas, principalmente mujeres, sujetando con fuerza sus pocas ropas de abrigo y regresando por carretera al pueblo, en una tarde fría de invierno, apiñadas y sentadas en los portones de un remolque, tirado por un viejo, ruidoso y humeante tractor, después de un duro día de trabajo recogiendo aceitunas del suelo o, como dicen en el pueblo, de apañar.

No hay cinturones de seguridad ni comodidades de alguna clase, sólo la necesidad de hacerlo así porque, en el pueblo, no había otro medio de poder ganar algo de dinero que ayudase a llegar a final de mes. Entre los pasajeros, por supuesto, mi madre: viuda y con pensión no contributiva.

Algo hemos avanzado y, tráfico no lo permitiría, ya no se viaja así. Pero aún mucha gente que tiene que seguir dejándose la vida en trabajos mal remunerados, sacrificados y poco agradecidos. El 1 de mayo, día del trabajo, nos recuerda que debemos luchar por lograr que el trabajo sea decente, estable y sirva para realizar a la persona. «la política económica debe estar al servicio del trabajo digno. Es imprescindible la colaboración de todos, especialmente de empresarios, sindicatos y políticos, para generar ese empleo digno y estable, y contribuir con él al desarrollo de las personas y de la sociedad. Es una destacada forma de caridad y justicia social» (Conferencia Episcopal Española, Iglesia, servidora de los pobres, 32). Cuánto agradezco a mi madre todas las penalidades que hubo de pasar para que en casa no faltase lo necesario. Ojalá nadie las tuviese que sufrir.