TLta primera vez que visitamos la sin par casona fue en compañía de nuestro amigo Fernando Cid, joven y acertadísimo poeta lírico, amén de experto azoriniano, y que está emparentado con los actuales propietarios del magnífico y asombroso enclave. De entonces a hoy, recién hemos repetido la visita, ha brillado mucho el sol y hemos perdido la cuenta de los años. Tanto da. El caso es que fuimos hace unos días para lambudear en torno a la casona, por los alrededores de la charca y por los restos de lo que fue mina, excavación, industriosa máquina o vaya usted a saber.

Lucía el astro en el cenit cuando arrivamos a la entrada de la propiedad. Al poco, un amable hombre de campo nos recibió y aceptó nuestras disculpas por aparecer allí sin invitación alguna. El nombre de nuestro amigo Fernando Cid nos aseguró la amable atención del arrendatario de la hacienda.

¡Oh, grandes muros de Historia coronados! Realmente el perfil de la casa es espectacular y admirable. Qué grandísima lástima que la cercanía a la misma troque y cambie aquella lejana admiración en una decepción lacerante, en cuanto nos acercamos a la realidad penosa del monumento.

La casa solariega de rectos perfiles y admirables líneas es aprisco, redil, majada, corral, encerradero de unos cientos de merinas. A salvo de la huella de las ovejas se mantiene el cuerpo central de lo que fue vivienda, pero las traseras, cuadras y caballerizas están anegadas de la presencia insoslayable del rebaño.

Por consiguiente, la catinga del hedor a excremento ovino es de una intensidad difícilmente soportable. Los aledaños inmediatos de la formidable construcción, que por cierto es de finales del siglo XVII, constituyen un "barrueco" de canchos de granito, que se asoma en un clamor de balidos, hacia la charca inmediata, de aceptables dimensiones.

Al fondo el perfil de la Sierra de la Aldehuela, o "Aldehuela", como dicen algunos mapas y libros, que nos oculta, dirección nor-nordeste, las campas de Santa Ana y esas nuevas urbanizaciones, que se han comido buena parte de la ladera norte de dicha sierra. Y mirando en esta dirección que decimos, un poco a la izquierda, hacia poniente, los restos de lo que fue, no hace tanto, explotación minera.

Según nos cuenta nuestro amigo J. G. a mediados, más o menos, del siglo pasado allí se trabajó en la extracción de la casiterita, de la que se obtiene el estaño con su consiguiente aplicación industrial. El caso es que, seguramente, hace cientos de años, anduvieron por estos pagos, que ahora contemplamos, gentes venidas de Oriente Medio con las mismas intenciones. Bueno, cosas de la Historia.

Dice nuestro amigo Antonio Navareño que en 1753 era señor y dueño de la propiedad Don Pedro Roco de Godoy y Contreras; apellido ilustre de hidalga familia cacereña. Y Don Alfredo Villegas, en su Libro de Hierbas, cita como propietaria a principios del pasado s.XX a Dola Carolina de Ulloa y Calderón, condesa de Campo-Giro. "Viene gente como nosotros a ver esto, ¿verdad amigo?", comentamos.

"Sí, bastante. Y peregrinos, de esos que pasan con la mochila. Alguien les habrá dicho lo de los miliarios y se acercan a verlos", nos comenta nuestro amable anfitrión.

Ocho o diez formidables columnas que soportan el peso de dos mil años de edad, varias toneladas de estructura aguantan impasibles en las nobles caballerizas la empalagosa e insoportable hedentina que arroja la insufrible población de ovejas. ¡Tristes miliarios imperiales! ¡Qué castigo tan injusto, qué humillante condición para vigilantes de la Calzada Romana! ¡Vae victis!