Cuando parece que intentamos comprender la importancia que, hace unos días, tuvo la concentración celebrada en Madrid, para reivindicar un tren digno para que Extremadura y sus gentes puedan acceder al siglo XXI en las mismas condiciones que aquellos que habitan en los demás territorios del Estado español, me gustaría dedicar la presente crónica, a todos los que se plantaron en la capital para quedar constancia que la Extremadura mansa y abúlica, la que no protesta, la que nunca sale en las portadas nacionales, nunca nos aportó nada bueno.

Históricamente hemos sido una región periférica del poder y de sus decisiones, que ha perdido muchos trenes a lo largo de la historia; se ha perdido el tren de la industrialización, el de la modernidad, el de la vertebración del territorio, el del desarrollo, el de las comunicaciones. Se perdieron todos los trenes que nos conducían al futuro. Trenes que nunca llegaron a una tierra que ha sufrido, como ninguna otra, el olvido y el abandono con el que históricamente se la castigó. Desconocemos el pecado cometido para tamaña condena. Podría ser nuestro escaso peso demográfico, la indiferencia de los extremeños o la desidia de nuestros representantes públicos. Todo suma.

El pasado 18 de noviembre pude constatar en persona, que son muchos los extremeños que quieren y exigen que se torne el destino de su tierra. No se reclamaba nada extraordinario. Reivindicábamos no transitar por vías del siglo XIX en el siglo XXI. Como podríamos denunciar hospitales que envejecen antes de ser inaugurados, carreteras comarcales ancladas en el pasado, que tanto aíslan a nuestro medio rural o índices de paro, que siguen obligando a muchos extremeños a coger el petate y buscar nuevos horizontes, generando una verdadera sangría demográfica para la región, de la que difícilmente nos vamos a recuperar. Exigíamos que se frene de una vez el éxodo de pueblos y ciudades, que se apoyen iniciativas de economía verde en consonancia con nuestro inmenso patrimonio cultural y natural y con la riqueza agrícola y ganadera de la región, que se apueste por las energías limpias, derivadas de nuestro peculiar clima cálido.

Tan solo queremos que se nos tenga en cuenta, como parte de un país que tampoco nos aporta y tanto nos exige. No queremos ser una reserva natural, huérfana de paisaje humano, que amplifica el abandono de nuestros lugares de origen. Todo ello y más estaba en la memoria de la mayoría de los extremeños que nos citamos en el centro de Madrid.

Aunque sea un discurso añejo, es necesario seguir reclamando atención hacia una tierra, de evolución lenta, que ha caminado demasiado tiempo por los caminos del olvido. Un viaje al que ha sido sometida por aquellos interesados en salvaguardarla como un «pintoresco» lugar donde nunca sucede nada. Sí para algo ha servido el autogobierno extremeño, quizás haya sido para que tomemos conciencia de pertenencia a un grupo humano concreto, asentado en un territorio especifico. Nadie nos va a dar nada sino luchamos por ello. A la historia me remito.

El pasado 18 N, se concentraron en Madrid extremeños de todo pelaje, condición y oficio, al margen de credos o consignas políticas. Algunos venidos de lugares donde ni ha pasado el tren ni pasará jamás, otros ni siquiera viven en Extremadura. Se trataba de proporcionar visibilidad a un problema concreto, una manera de reivindicar el futuro de una región que quiere cambiar el desolado rumbo al que siempre la condenó la historia.