PLAZA: Algo más de media entrada en el coso cacereño, en tarde nublada y calurosa.

TOROS: Seis de Hermanos Lozano, desiguales de presentación, el cuarto como sobrero, deslucidos en general, descastados, sin entregarse y de poco fondo. El más colaborador resultó el sexto, poco picado.

TOREROS: Enrique Ponce, silencio y ovación con aviso. Manuel Bejarano, oreja y ovación con aviso. César Jiménez, ovación y dos orejas con fuerte petición de rabo.

Hasta el final de la corrida no hubo emoción en la plaza. Fue por dos motivos bien distintos, que al final son los que le dan sentido y engrandecen esta fiesta. La cara y la cruz. El buen toreo y el dramatismo de una cogida espeluznante. Cesar Jiménez encogió el corazón del público cacereño cuando, al entrar a matar, resultó prendido. Fueron unos segundos interminables. La angustia se instaló en la gente y sobrevoló la tragedia. El animal enganchó al joven torero por la chaquetilla, se la atravesó y lo zarandeó de forma violenta un tiempo que parecía no acabar. Afortunadamente no le caló, pero la paliza fue monumental. Cuando el toro cayó herido de muerte por la estocada, soltó al torero y éste quedó tendido, sin moverse.

SOLO FUE UN SUSTO

Después respiramos tranquilos. Lo levantaron, se refrescó y magullado paseó las dos orejas ganadas y bien ganadas. Pero no pudo llevarse el rabo. Esta vez, el presidente, generoso la tarde anterior, no tuvo la sensibilidad suficiente para premiar justamente a un torero que había dejado su toreo, y puesto a disposición su vida, en la plaza cacereña.

Antes de esa secuencia, Jiménez realizó lo mejor de la tarde con un toro que se salvó de la descastada corrida de los hermanos Lozano. Bien es cierto que el diestro madrileño lo cuidó y trató con esmero, para después aprovecharlo con su toreo de gusto, aplomo y personalidad. Con el tercero, manso y a la defensiva, se mostró voluntarioso.

Tuvo ganas de agradar a sus paisanos Manolo Bejarano. Pero como sus compañeros de terna se topó con un lote de escasa colaboración. Fue mejor el quinto, con el que consiguió muletazos estimables, pero no una faena maciza, aunque con la espada no estuvo certero. Sí mató eficazmente al segundo de la tarde, un toro que no humilló ni se entregó, al que le arrancó una oreja.

Enrique Ponce no tuvo opción. Su primero tuvo algunas arrancadas a modo de arreones, más que embestidas claras, y el valenciano tuvo que desistir. Con el cuarto, un sobrero del mismo hierro que los demás, Ponce volvió a intentarlo. Pero, más de lo mismo. Toro de viaje corto, sin humillar, sin romper y torero que, con su clásica facilidad, fue capaz de hacer sonar algunas palmas.

Entre las escasas notas destacables de la corrida hay que anotar los pares de banderillas de Poli Romero en el tercero y de El Chano en el sexto, por los que se vieron obligados a saludar. Pero en la balanza, hay más turbio que claro. Con la falta de casta y bravura de toros como los de la corrida, es imposible que el público salga ilusionado de la plaza. Animales sin fondo, reservones y hasta con cierto peligro escondido, en ocasiones. Sigamos con fe.