Comienza el frío, que ya no es --a diferencia de años postreros-- el fatal de las horas. La ciudad alta parece hoy tan distinta, paseándola de nuevo los ojos ven cosas de las que nunca antes se percataran. No sé cuántas veces habré paseado por estas callejuelas aireando melancolías, pero en estos momentos todo cobra sentido y lo que antes fue invierno perpetuo ahora se torna (incluso a esta altura) primavera floreciente. Hermoso estío, más hermoso que cualquier otro antes vivido.

Hoy haremos una visita fantasma, no veremos nada, únicamente un hueco, único testigo de aquello que fue y ya no es, un vacío absurdo, una nada palpable, pero claro, no pensarán que el hombre es sólo materia, porque sobre todo es espíritu y lo tangible es una demostración de lo eterno. Hoy viajaremos a la memoria pretérita, imaginaremos y recrearemos un espacio que tuvo materia y ahora sólo posee aire, recuerdo de un arco vetusto y orgulloso, arruinado por manos ignorantes, por la soberbia destructora que tuvo su justo pago en un proyecto irrealizado. Ante ustedes, y aunque no la vean, la Puerta de Mérida.

La romana Norba

Ya apunté (y lo volveré a hacer, puesto que aún debemos visitar la última) que la romana Norba tuvo cuatro puertas. Aquí se alzó la meridional, la más soleada, la que recibía baños generosos de los azules cielos. Aquí llegaba el camino que conducía a Emérita, esa hermana más joven que le robó el protagonismo y la gloria, de aquí partía también el camino de Malpartida, que llevaba hasta la lejana Alcántara, e incluso más allá en el Reino de Portugal, y que dio lugar a la creación de alguna de nuestras calles más castizas. Arco romano que imaginamos similar al del Cristo, o a las descripciones que nos han llegado de la Puerta del Socorro, con sus amplios sillares dispuestos a soga y tizón, sin argamasa, levantados por una Roma que tanto nos dio y nos sigue dando. Epístolas morales a Flavio, que tanta vigencia siguen teniendo.

Todo ello existió hasta 1751, cuando bárbaramente todo esto se arruinó. En ese año y hasta 1754, Pablo Becerra de Monroy, que era entonces regidor, solicitó al Concejo derribar la puerta y utilizar los materiales constructivos. No contento con ello también se derribó una torrecilla defensiva que la acompañaba, que, por la descripción que de ella se hace en los documentos de la época, podía ser similar al cubo que defiende el Arco del Cristo. Dicho y hecho. Permiso concedido al señor político de turno. ¿Las excusas? Las de siempre, el tráfico rodado, la falta de higiene, la carencia de valor histórico y esas zarandajas. Las cosas, siglo y medio más tarde, no han variado mucho, se sigue destruyendo patrimonio histórico ante la impasibilidad de todos, que únicamente se escandalizan una vez perpetuada la tropelía. Queda el consuelo de que, hoy en día, los políticos de turno no se llevan las piedras a sus casas, o, al menos, eso espero.

Las murallas meridionales sufrieron pareja suerte de las septentrionales y en época similar fueron derribadas, esta vez para levantar un palacio que nunca se construyó, el de los Marqueses de Ovando, esa rama italianizante de la que ya hablamos al visitar la Casa del Sol. Los materiales derribados se utilizaron para construcciones populares y comenzó un proceso de ocupación habitacional de los espacios dejados por los lienzos derribados, e incluso de las torres, que ya habían perdido su carácter defensivo. Junto a la construcción del palacio se argumentó la insalubridad de la muralla y la necesidad de que entrase intramuros el aire sano del exterior, tan propio de aquella sociedad ilustrada que también cometía errores. Pero, qué quieren qué les diga, que los mediocres tiempos que corren y los gobernadores que nos han tocado en suerte hacen que uno sienta nostalgia de aquellos déspotas ilustrados, porque, al menos, eran ilustrados. Déspotas lo son casi todos.

El Nazareno solitario

En cualquier caso, como no hay mal que cien años dure, cuerpo que lo pueda soportar y mal que por bien no venga, en las obras que se hicieron en el corral de los Monroy apareció la famosa inscripción (hoy desaparecida) COL.NORB.CAESARIN sobre una lápida de tres cuartas de ancho y una vara de alto, que fue catalogada por el Padre Boxoyo, fundador de la historiografía cacereña y que fue la primera prueba material de que Cáceres, un día, fue Norba.

Miro el único testigo que queda de la puerta, el Nazareno que la protegía, en una triste hornacina. Le rezo un Padrenuestro. Un niño me sonríe, pequeño, tímido, vestido --pese al frío-- de marinero, lleva una guitarra roja en sus manos y me mira con ojos pícaros y tiernos. Me enternezco, y pienso que esa sonrisa también es eterna, como las piedras, como el cielo clarísimo, como el recuerdo; le acaricio el pelo y le sonrío por hacerme ver que la eternidad está donde menos la esperamos.