Durante estas Navidades en muchas ciudades españolas han proliferado los mercadillos de juguetes antiguos. Me comenta una amiga que vive en Barcelona, los tenderetes que están instalados al lado de la catedral. Se pueden contemplar caballos de cartón, peponas con sus mofletes rojos y miradas pícaras. Carritos de madera que arrastran burritos de cartón, cacharritos de hojalata que hicieron las delicias de nuestras madres y un sin fin de curiosidades donde se ve, se admira y se contemplan los juguetes que hicieron felices a los niños que fuimos.

Recuerdo una exposición itinerante que pudimos admirar en Cáceres, hace algunos años y que bajo el lema Jugando, jugando, hacemos historia , recogía la colección del pintor Mariano Ballester, que fue recopilando a lo largo de su vida.

Juguetes de niños ricos y otros humildes, sencillos, pero todos con un pasado para recordar de pequeñas manos que los acariciaron o maltrataron. Y de los ojos ávidos de mirar e imaginar por debajo de las caritas de cartón celuloide o china; de los cuerpecillos de plomo y hojalata, mil aventuras fantásticas para vivirlas soñándolas. Y esta era precisamente la magia de los juguetes antiguos, que nosotros, los niños de entonces, podíamos dar rienda suelta a nuestra fantasía.

Ahora es fácil de comprobar que los juguetes han dejado de ser inocentes y pasivos, sólo móviles en los recintos mágicos de nuestra fantasía para transformarse en pequeños robots perfectos. Los juguetes han sido siempre seres inmóviles, que esperaban quietos en un mundo maravilloso que nosotros podíamos descubrir o abrir con la llave de nuestra fantasía.

No hacían nada y hacían todo, según fuese nuestra capacidad para soñar. Se me ha ocurrido comentar esto, en estas fechas maravillosas para los niños y que nosotros los adultos podíamos hacer perfectas, regalando juguetes sencillos: para que los pequeños puedan otra vez volver a soñar.

La autora es periodista