Ya he resaltado desde otras “Tribunas” anteriores el notable relieve de las familias catalanas que vinieron a Extremadura - o que marcharon a otros destinos de España - para encauzar las buenas “rachas” de la economía agraria, comercial o financiera que se ahogaba en nuestro país en los momentos cruciales del siglo XIX y en los más trágicos de los inicios del XX.

Varios apellidos catalanes adornan desde entonces los nombres de nuestras calles y plazas, por sus méritos en la sociedad cacereña. Lo mismo que miles de familias cacereñas y extremeñas marcharon a aquella próspera y dinámica región, cuando la recesión y la crisis del viejo sistema productivo se hundió en los barrizales de la “corrupción” dictatorial o en las sinrazones de la “autarquía” caciquil; del subdesarrollo y del estancamiento rural, que tanta energía inspiraron a nuestros campesinos, para emigrar a otros horizontes - entre ellos, los horizontes catalanes - para encontrar metas más luminosas y trasparentes.

Por eso nos resulta tan extraño e incomprensible que algunos catalanes de esta “sombría” realidad actual se sientan tan a disgusto en la comunidad hispánica, de la que han formado parte desde hace ya algunos siglos y en la que han colaborado de manera tan notable para superar crisis, para desarrollar riquezas y para crear un país nuevo, democrático, solidario y esperanzador - junto a muchos otros países de Europa - para convivir y colaborar todos en los mismos proyectos.

No creo necesario rememorar brevemente en estos párrafos, muchas páginas de la Historia con momentos de gloria y bienestar que los catalanes gozaron, al unirse a la Corona de Aragón, y con ella a la propia España. O en los momentos de prosperidad y buen gobierno que los españoles gozamos a partir de iniciativas catalanas; como con la creación de industrias y negocios iniciados por catalanes; o de empresas - dentro y fuera del País - que los empresarios catalanes pusieron en marcha.

Es inexplicable, en estos dislocados tiempos, que unos grupúsculos desorientados, ignorantes, guiados por pasiones del más rancio “cazurrismo” nacionalista o regionalista, quieran ahora separar a Cataluña de sus raíces y de su tronco histórico, solo por el hecho de hablar un idioma ligeramente distinto al español, por bailar sardanas, ponerse barretinas en las fiestas comarcales o comer “calçots” con butifarra, en las celebraciones familiares.

Cataluña ha sido parte de España, desde que España existe; ambas nacieron en un admirable parto múltiple de preeminencia histórica; y sus militares, sus artistas, sus políticos, sus actores y sus empresarios - fueran hombres o mujeres - han sido españoles desde que se constituyeron las nacionalidades y adoptaron la democracia como sistema propio de convivencia y gobierno. Como entidad territorial, Cataluña pasó durante siglos siendo un aglomerado de condados feudales, dominados por los Condes de Barcelona. Condados que se fundieron con Aragón por la unión de la reina aragonesa Petronila con el conde barcelonés Ramón Berenguer IV; según un “contrato” matrimonial y feudal redactado por el rey monje don Ramiro II, que se volvió a su monasterio cuando casó a su hija.

Todas las patrañas que ahora se están propalando en “pasquines”, folletines, lazos o ridículos “twiters”: “Els espanyols ens roban”, “La pela es la pela” - mostrando que los catalanes todo lo hacen por dinero - y otras “zarandajas” inventadas, no viene más que a intentar romper muchos siglos de unidad, de solidaridad, de convivencia y creatividad que han dado singulares figuras y destacados ejemplos de genialidad, que han quedado como modelos de la cultura y del arte universal. Muy por encima de los políticos mediocres e ignorantes que ahora intentan romper en su provecho - algunos lo están “aprovechando” con una singular desvergüenza - la mutua colaboración que ha perdurado entre unos y otros. Cultivemos amistad y cosecharemos felicidad. Si damos por buenas versiones o visiones de la Historia construidas sobre mentiras, trapacerías y pasiones, estaremos condenados al fracaso.H