Durante la última semana he leído y oído que la última edición de Womad ha sido un éxito sin precedentes. Incluso la organización ha llegado a decir que «ni en los mejores sueños se habría imaginado un Womad así». El certamen ha valorado, preferentemente, el triunfo del festival multiétnico en función de su número de asistentes. Y me pregunto: ¿multitud es sinónimo de calidad, es equivalente la cualidad a que la verbena de mi pueblo se ponga todos los veranos a reventar independientemente de quién esté sobre el escenario? A todas luces ésta es una evaluación un tanto pírrica.

La masa siempre ha constituido uno de los aportes más importantes al ámbito de la sociología y de la antropología. Gustave le Bon, médico, sociólogo y psicólogo francés, uno de los fundadores de la psicología social, es reconocido por su obra ‘La psicología de las masas’, en la que planteó esencialmente que los seres humanos, reunidos colectivamente, desarrollan comportamientos que individualmente no realizarían, sosteniendo que los grupos ejercen una determinante influencia sobre los sujetos. De modo que en la masa, lo irreal puede prevalecer sobre lo real.

No de espaldas a la música

Por eso el concepto que hoy se tiene de Womad es absolutamente irreal si nos retrotraemos 28 años, la primera vez que el festival llegó a Cáceres. Entonces no existía una masa social que lo sostuviera, mas al contrario, hubo que luchar contra prejuiciosos que veían en este acontecimiento un peligro para la burguesa y acomodada sociedad cacereña. Ridículo. Womad, sin embargo, nos enseñó el conocimiento de otras músicas y lugares del mundo. El 95% de los asistentes acudían a la plaza Mayor para indagar en el conocimiento cultural. Estaban con la música, no de espaldas a ella.

Por los escenarios de aquel Womad incipiente pasaron Peter Gabriel, cuya misión ya entonces era devolver el sonido a la música, Suzzane Vega, autora de ‘Luka’, que todavía hoy conserva su inconfundible voz susurrante y una inmensa capacidad para contar grandes historias, las Hermanas Márquez, verdaderas estrellas, mitos musicales de los años 40 y 50, que vinieron con Paquito D’Rivera, el hombre que rescató a Bebo Valdés de los fríos escenarios de Estocolmo. A ellos se sumó una lista interminable de grandes figuras como Juan Perro, Cesária Évora, la diva de los pies descalzos, Hassan Yarimdunia, quien implorando al Dios de la lluvia logró el milagro del agua aquella tarde sobre el cielo cacereño, Carmen Souza, Lura, Ebo Taylor, Carmen París, Tomatito, músicos no siempre catalogados como famosos pero con una calidad sobresaliente. No olvido esos años en los que gentes venidas de muy diversos países de Europa arribaban al Hotel Meliá con sus maletas de Louis Vuitton, no compradas precisamente en el mercado franco. Entraban a sus habitaciones, se vestían de womeros y dejaban una verdadera pasta en hoteles, restaurantes y bares de la ciudad. Años en que los puestos de Cánovas y de la plaza eran la cuna del exotismo: que ahora no sabes si estás en el Womad o en la Feria de Mayo porque se han convertido en la venta ambulante de muñecos Picatxu.

Que Womad ya no es lo que fue no es algo nuevo, al menos en el sentir de mucha gente que ama verdaderamente la música. Rememoro hoy esos tensos días en los que la entonces consejera de Cultura, Leonor Flores, con Guillermo Fernández Vara como presidente de la Junta de Extremadura, lanzó un órdago a la organización. ‘Duelo de mujeres’, titularon algunas crónicas presas de un periodismo sin el menor respeto al colectivo, como si las batallas fueran solo cosa de los hombres. A Leonor la pusieron a parir. Que si quería cargarse el Womad, que si no tenía ni idea, que si pretendía ser alcaldesa y robarle el puesto a Carmen Heras. Hilera de sandeces. Pero ella logró una alternativa: se llamó Play Cáceres, una marca con copyright extremeño que trajo a Carlinhos Brown, El Cigala, Noa, Dulce Pontes, Orihsas, Javier Arroyo y Malapata, Albert Pla... Pero no solo eso, su presión consiguió que el multiétnico mejorara ostensiblemente el sonido, frenara el botellón y contara, por vez primera en su historia, con músicos extremeños.

Este año ha venido al Womad la genial Calypso Rose, cantante de Trinidad y Tobago, luchadora en su país por la igualdad y los derechos humanos. Mientras la escuchaba (era difícil, todo hay que decirlo) evoqué un artículo del insigne Antonio Muñoz Molina publicado en El País en 1995 y titulado ‘La ciudad de los bárbaros’, que venía a decir esto: «La palabra Cáceres seguramente no provoca en nadie una resonancia poética: tiene algo de ciudad escondida, de perfecta capital de provincia con un gran teatro y una avenida muy arbolada con quiosco de la música y estatuas de poetas regionales (...) Al llegar a la plaza Mayor, la sonoridad de voces se convierte en escándalo de gritos y de cristales rotos, y uno se encuentra sin aviso frente al espectáculo alucinante de una fiesta multitudinaria y vandálica. Las escalinatas del Ayuntamiento y las que suben hacia la ciudad vieja están ocupadas por cientos o millares de jóvenes que se emborrachan a toda velocidad con combinados a base de whisky mesetario y de ginebras venenosas. Por las puertas de los bares sale a la calle un escándalo de bakalao, con su machaconería idiotizadora (...) Algunos de los borrachos que vomitan en cualquier zagüán no tienen 13 o 14 años». Muñoz Molina describía con dureza, pero con maestría, una realidad que terminó ahogando el botellón y dejando que la movida cacereña terminara durmiendo en el sueño de los injustos.

Miren, han dicho que Womad ha sido un éxito porque, con un presupuesto de 460.000 euros, por él han pasado 155.000 personas. Pues fíjense, la Feria del Queso de Trujillo (ciudad de 10.094 habitantes frente a los 96.720 de Cáceres) tiene un presupuesto de 110.000 euros y en su última edición ha contado 200.000 visitantes, había habitaciones de hotel que superaban los 300 euros y el retorno económico para el municipio ha sido de 5 millones de euros. Sí, han leído bien, 5 millones de euros.

Y no estoy diciendo que quiten el Womad y hagamos una Feria del Queso, que siempre habrá iletrados que tergiversen el mensaje. No. Estoy diciendo que si hay que revisar el contrato con el festival para que siga siendo bandera y esencia de un Cáceres auténticamente progresista, no seamos tarugos. Que nuestros políticos exijan una cita de calidad, con un sonido digno, con una defensa de la música por encima de lo demás y, sobre todo, que aquello en lo que tanto invertimos y que, por cierto, pagamos del bolsillo de nuestros impuestos todos los cacereños, suponga una inyección económica real, más allá de una turba ensordecedora que paga 3 euros por una garrafa de calimocho.