TEts curioso cómo se toma la gente las tradiciones. Llega Navidad y aparece una lista enorme de cosas que deben cumplirse: abetos adornados, lencería roja, uvas, toneladas de comida- El caso es que creemos en todas ellas. Son tradiciones, como juntarse tres mil en una mesa de doce (es tradición que se junte la familia, aunque se acabe a cuchilladas), regalar a todos (por más que a la tarjeta le den espasmos) o congelarse en tirantes en Nochevieja. O poner un nacimiento aunque no seas creyente y convertir tu casa en Broadway o las Vegas con lucecitas de todo a cien.

Yo sigo casi todas y eso que cada vez me gustan menos, sobre todo desde que la tradición ha dejado de ser algo que se transmite de padres a hijos para convertirse en un aliciente turístico más, subvencionado por instituciones varias. Qué pueblo no tiene ahora su festival o su matanza tradicionales. Además, sin ir más lejos, hasta la cabra tirada desde un campanario se ha convertido en algo que todo un pueblo defiende, creyéndolo una tradición digna de respeto.

En fin. Llega la Navidad y España entera celebra sus fiestas más tradicionales. Colgamos en nuestras terrazas a Papa Noel y adornamos con su imagen nuestras calles. Y los regalos ya no esperan al seis de enero. Ahora, que el momento más emotivo es cuando los defensores a ultranza de la tradición, vestidos con calzoncillos rojos y atragantándose con las uvas, se abrazan a la cuñada más arpía, y entonan a coro nuestra canción más navideña y racial: Yinguel bel, cuya continuación desconocemos gracias a nuestro tradicional respeto por otras lenguas. Que ustedes sobrevivan. Feliz Navidad.