Yo era un chaval como otro cualquiera en Almendralejo, quizás algo más delgadillo, al que le gustaba ir a todos sitios corriendo bajo la premisa de que se llega antes que andando. Al colegio, en el recreo jugando con los compañeros, en el barrio. A esas edades ya un niño en casa da mucha guerra así que había que buscar alguna actividad por las tardes. Comenzaba Quinto de EGB en el Colegio Público San Francisco y ese curso era el primero que me podía inscribir en las escuelas municipales. Nos dieron un díptico en el colegio con los diferentes deportes ofertados y dónde había que ir para apuntarse.

Mi gran afición, además de correr, era el baloncesto desde que con 5 o 6 años me construyera mi padre una canasta que colgábamos de las rejas de una ventana de casa de mi abuela en La Nava de Santiago y me pasara las horas tirando a canasta y jugando con chavales del pueblo.

Sin embargo, ese año 1988, la escuela de baloncesto no iba a tener equipo alevín, empezaron a partir de los 12 años, así que me apunté a atletismo que, como he dicho, eso de correr de un lado a otro me iba bien ¡Por entonces era el tercero que más corría de mi clase detrás de Miguel y de Jorge y en el recreo era de los últimos que pillaban en el juego de la cadena!

A primeros de octubre, en el Polideportivo de Almendralejo, en las pistas de atletismo que, por entonces, eran de tierra, Don Manuel y Don Paco, profesores en los colegios de Montero de Espinosa y Espronceda, ya se extrañaron de que un chaval de la otra punta del pueblo se apuntase y fuese solo todos los días a entrenar. El baloncesto lo retomé de infantil y durante tres años compatibilicé ambos deportes con el equipo del colegio hasta mi cambio de residencia a Mérida en 1993. Allí ya me centré sólo en el atletismo.