El domingo me contaba mi madre por teléfono cómo caían copos de nieve en La Nava de Santiago, de donde es ella. Desde muy pequeña no los veía en su pueblo y supongo que le traía entrañables recuerdos de cuando era niña.

Parte de mi familia estaba pasando la tarde allí y la ilusión de la nieve pronto se hizo prisa por volver a Mérida no fuera que las carreteras se pusieran peligrosas, pero el fino manto blanco que cubría la verde y húmeda dehesa extremeña con los copos de nieve que caían lentamente creaban una estampa preciosa. Eso es lo que me contaba.

Por mi parte en Madrid también veía nevar. Algo más tarde empezó por aquí, pero el manto blanco también se ha extendido por la capital, donde yo vivo desde hace varios años. El paisaje, menos bucólico, de tejados y edificios, dará paso a uno más campestre, el que me encuentre en el parque del Retiro o en la Casa de campo de Madrid cuando vaya a entrenar.

¿Y entrenáis con la nieve?, me preguntarán muchos. Pues sí. Ciertamente la ciudad se convierte en un peligro con su asfalto, cemento y piedra que, frío y cubierto de hielo y nieve se convierte en una pista absolutamente resbaladiza.

En el campo, por los caminos de tierra, aunque uno se moje los pies y pueda haber algún resbalón, las condiciones para desplazarse son mejores, aunque no le permiten a uno desde luego hacer florituras y habrá que ir muy tranquilo.

Quizás cuando leáis estas líneas ya no quede nieve. Una pena, el agua se la habrá llevado, pero mientras habrá que disfrutarla porque, quizás la nieve sea el elemento que mejor recoge lo efímero de las cosas.