Corría 1948 y para dar respuesta a los funestos horrores de la Segunda Guerra Mundial, la Asamblea de las Naciones Unidas reunida en París aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, derechos inherentes e inalienables a todos sin distinción.

Recuerdo, veintitantos años más tarde, siendo un quinceañero en una lóbrega España en blanco y negro, en los estertores de la dictadura franquista, la emoción que me embargó al caer en mis manos ese maravilloso y turbador canto a la libertad y la convivencia.

Desde sus primeras líneas y en sus solo 30 artículos, se percibe su embriagadora y revolucionaria agitación: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo...» Creí, desde mi candor, en la eclosión de una nueva humanidad.

70 años después de aquel 10 de diciembre, poco o nada hemos avanzado y su vigencia se hace más necesaria que nunca. Hoy, para edificar ese mundo mejor debería ser de estudio obligado en todas las escuelas y libro de cabecera de los dirigentes del planeta.