El tema de Venezuela, el problema de Venezuela, el conflicto venezolano está cobrando fuerza, o al menos eso parece. Ojalá se arregle, ojalá llegue la solución pronto. Pero la cosa no parece pintar bien, aparentemente. No voy a añadir nada que no sepamos. Pero al margen de todo ello está el hambre de muchos habitantes de Venezuela, la angustia de mucha gente de ese gran país, la incertidumbre de hombres y mujeres, y está el miedo.

Está el miedo a la guerra, el miedo a perderlo todo. El miedo al fin de las ilusiones. El miedo a quedarse sin casa, sin dinero, sin comida, sin luz, sin agua. El miedo horrible de perder a un familiar o a todos los familiares. El miedo a la muerte propia, el miedo a que les maten a los hijos o al marido, o a la mujer, o al padre o a la madre. Miedo a las bombas, a los tiros, a las bayonetas, a los cuchillos largos, a las explosiones nucleares. Miedo al fin de todo. Sin comerlo ni beberlo. Sin importarles un carajo los conflictos de los que mandan. Allá ellos, sí. Allá ellos. Que se peleen los poderosos si quieren. Pero al pueblo que lo dejen en paz. Que los den paz y no tiros.

La patria, el ardor guerrero. Palabras, frases sonoras enardecidas por arengas entusiastas y estimulantes músicas militares que al final quedan el campo sembrado de cadáveres, vida mutilada que quería vivir esa única vida que tenemos, con sus alegrías y miserias, pero que es al fin y al cabo, vida.

Sabemos cuándo empieza una guerra, pero no cuándo acaba. Sabemos cómo acaba, aunque no podemos imaginar la magnitud del dolor, la desolación, la desesperación que queda al final de una guerra. Tampoco sabemos el alcance de una guerra, ni si nos tocará algo de un conflicto armado.

Ojalá que no haya guerra en Venezuela ni en ninguna parte. Ojalá que la palabra humanidad, no pierda del todo su noble sentido.