Agárrate fuerte a una mano que te sujete, que no te deje colgando del meñique y sostenga con su vida la tuya. Agarramos tantas manos que ni sabemos cuál es la adecuada, y casi hemos perdido el sabor y el tacto de un buen abrazo entre los dedos. La mano de una madre. Naces y ya te aferras a ella, algo te dice que siempre estará contigo, como las buenas cicatrices, como el agujero de tu ombligo. Camino del colegio, en la sala de espera del médico, en tus peores secretos. Es un vínculo único, la envidia de cualquier campo magnético, es como empuñar una invisible medicina. La mano de un buen amigo. Desde niños me la diste cuando aquella tarde, jugando en nuestra calle, me hiciste caer. Y a partir de ahí, nunca te fuiste. Existen manos que ayudan, manos que curan, que no dudan en ser la que te rescate de un problema o de un corazón que no te quiera. Y es que si algún día olvido cómo es la palma de mi mano no me importará porque, de tanto dármela, la conozco incluso mejor que la mía. Tu mano. La eterna primavera entre tus yemas y el infinito verano del perfume de tus muñecas. He paseado con mis labios por los valles de tus nudillos, de un lado a otro de tus metacarpos como una moneda en un bolsillo. Creo que nunca la he agarrado, a veces pienso que has enganchado con tu mediano dedo corazón el corazón que tenía entre mis manos.