Después de muchos años he vuelto a mi pueblo. Y me levanto muy temprano, salgo a la calle, y en el cielo brilla Venus, y aún se ven estrellas y la luna, que tiene un cerco muy amplio. Salgo al llano del cura, donde de niños jugábamos al escondite, o veíamos la única televisión del barrio, la del maestro, a través de las rejas de su ventana, un programa que se llamaba Galas del Sábado o algo parecido.

Era nuestro lugar de encuentro, aquellas lejanas noches de verano, cuando dejábamos para el día siguiente los tebeos del Jabato o del Capitán Trueno, porque ya no se veía con la luz escasa de la bombilla que a duras penas espantaba las sombras del portal de la casa donde vivía el cura.

Ese portal todavía existe, y la soledad es la misma en estas madrugadas que las de aquellas lejanas noches de verano, y huele igual que olía hace cincuenta años por esta época, un olor de leña que arde, olor a pimentón, a chamusquina, a ajo, a morcilla recién embutida, olor a matanza de cerdo, que era como una fiesta para todos, menos para el cerdo.

En definitiva, huele a pueblo, y en el claroscuro de una calle se aprecia el fantasma de la misma escuela a la que íbamos los niños de entonces, y me abstraigo, y entonces oigo las voces, los gritos, la algarabía de los niños , y percibo los pálidos fantasmas de aquellos escolares, y mi propio fantasma de niño, del niño que aún vive dentro de mí, que aún vaga por las calles del pueblo que siguen como entonces, sobre todo a estas horas del alba, cuando no hay coches y sólo el ruido de los gallos y la presencia oscura de los gatos, están ahí, latiendo, como un corazón del pasado, ante de que despierte el mundo y se abra su ventana loca y nos enseñe la turbulenta realidad del presente, que no es peor que la turbulencia del pasado, pero entonces no se abrían de forma tan rotunda ninguna ventana, y menos a la mirada de los niños.