Todos sabíamos que, antes o después, este día llegaría. Y si no lo sabíamos todos, yo, al menos estaba seguro de ello. Y no lo digo por los acontecimientos recientes de los que se han hecho eco una gran cantidad de medios de comunicación nacionales, sino porque, desde que le conozco, sabía que estaba destinado a conseguir grandes cosas. Las horas que yo pasaba corriendo detrás de una pelota, él las pasaba detrás de un libro mientras Dani, el tercero en discordia, estudiaba cómo sacarle partido al Spectrum 64. ¡Qué diferentes pueden ser tres personas que, sin embargo, han compartido tanto tiempo juntos! No tengo el recuerdo de haberme peleado mucho con él, de hecho tengo más recuerdos en los que, indirectamente, se vio involucrado en alguna travesura de niñez que yo, más ávido de ocupar el tiempo con actividades más físicas que intelectuales, cometí y a él, entiendo que cumpliendo con la letra pequeña del contrato que conlleva ser el mayor, le fue encomendada la labor de solucionar.

Y, por lo que se ve a día de hoy, no me guarda rencor, más bien todo lo contrario, siempre ha sido, de alguna manera, un guardián en la sombra, un estar sin estar, porque a pesar de que nuestros congéneres nos advertían de lo importante que era prestarle atención a los libros, pues serían la llave para un futuro alejado de preocupaciones laborales, yo era más propenso a emplear el tiempo en la calle escondiéndome, saltando como las cabras o, simplemente, hablando de lo divino y de lo humano con mis vecinos. Y mientras mis estanterías se llenaban de botas de fútbol y juguetes, las suyas se iban llenando de libros que devoraba sin piedad a un ritmo inversamente proporcional a la capacidad de mis padres, con tres bocas más que alimentar, de adquirir nuevos ejemplares. Afortunadamente, la biblioteca municipal se convirtió en el lugar donde encontrar las respuestas a qué habría al final de las diez mil leguas de viaje submarino o dónde se encontrar el tesoro de la isla. Y, quizá, el paso normal para un lector empedernido es comprobar si uno es capaz de emular a quienes le han permitido volar con la imaginación, algo de lo que no cabía duda que conseguiría pues, como en numerosas ocasiones me repitió mi padre, teníamos capacidad para conseguir lo que nos propusiéramos. Y así nos aficionamos a los cortometrajes, descubrimos donde se encontraba el verdadero tesoro de la isla y, recientemente, aprendimos que hay otro síndrome de Diógenes. Este premio, como ya ha dicho en alguna ocasión, llega casi \»sin querer\» pero no ha sorprendido a los que le quieren, que son muchos y ese es, seguramente, el mejor premio.

Enhorabuena, Juanra.