Corría el año 1931 cuando por primera vez dos mujeres ocupaban su escaño en el Congreso de los Diputados: Clara Campoamor y Victoria Kent. Esta última también rompió el hielo en el mundo del derecho al ser la primera en ejercer tras ser aceptada por un Colegio de Abogados.

Pese a lo anterior, los derechos de las mujeres no gozaron de ese entusiasmo, el hombre durante mucho tiempo siguió siendo el cabeza de familia, acreedor de la obediencia de la mujer y administrador de sus bienes, restringiendo así su capacidad de obrar hasta entrado el año 1975.

Hasta el 2004 no se levantó la ley del silencio y las estadísticas siguen golpeando las conciencias de quienes quieren ver la lacra que supone la violencia de género, a pesar de que hayas quienes se atrevan a alzar la ‘Vox’ y a cuestionar esta tremenda situación.

Fue Simone de Beauvoir quien acertó en la génesis de esta crueldad cuando afirmó que «el problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres», sin embargo, tenemos a mano la solución, un gran arma que nos ha permitido conseguir como especie los mayores logros, la educación. Una medida preventiva que evitará castigar el daño producido, porque a fin de cuentas la última víctima siempre será la sociedad.

A pesar de todo el camino recorrido, las mujeres siguen teniendo poca representación en puestos directivos tanto de la administración pública como del sector privado o incluso en el mundo académico y político continuándose la política de hombres. Quizás todo esto no hubiera ocurrido si Dios hubiera nacido mujer.