La primavera pugnaba por atravesar las cristaleras de la residencia. El luminoso salón estaba animado a aquella hora de la mañana. Después del desayuno, algunas ancianas emprendían una partida de parchís. Los más nostálgicos, dejaban pasar el tiempo sentados en una butaca, mirando al jardín, se supone que perdidos en la añoranza de otros parajes más floridos. Otras, veían en la televisión los programas matinales o los informativos, por eso de no dejarse sacar de la órbita del mundo tan pronto.

—Rafaela, le traigo la pastilla para la tensión. ¡Rafaela!, ¿está dormida?

—No, enfermera... tenía los ojos cerrados. Acabo de ver en las noticias que el gobierno no deja desembarcar a los refugiados sirios. Esos rostros desesperados me entristecen y me traen recuerdos...

—Ya le digo a usted que ver las noticias le sienta mal. Pobrecitos, pero es que aquí ya no caben. Bastante tenemos con nuestros problemas. ¿Cómo vamos a cargar con todos? Y, como decía mi madre, «no vamos a desvestir a un santo para vestir a otro». Los españoles primero. ¿Comprende usted lo que le quiero decir, Rafaela?

Rafaela aprieta los puños debajo de la manta y no contesta. ¿Para qué? Ha vuelto a cerrar los ojos. Está otra vez en el verano polvoriento. Camina muy cansada. Tiene siete años y una camada de piojos que le hacen rascarse constantemente. Va vestida con harapos. En la mano lleva un tirachinas al que se aferra como si fuera un tesoro. Su madre, embarazada, la arrastra por la otra mano para que no se quede atrás. El padre va tirando del ronzal al burro viejo que renguea cargado con un jergón de lana y dos sillas. Su hermanita, pequeña como una ardilla, va montada en el jumento porque, sin zapatos, ya no podía caminar. Llevan muchos campos atravesados. Huyen.

A lo lejos, un cerro con casas parduzcas y una torre asoma coronando a un oleaje de encinas y alcornoques. Un lugar que no figura en los mapas. El refugio perfecto para vivir en paz.

Silencio. Puertas atrancadas. Eco sordo a los pies de la torre. ¿Disparos? Rafaela percibió el miedo en la voz de su padre cuando les dijo: «En este pueblo tampoco hay feria, niñas. Pararemos más adelante».

Bajaron aprisa por la calle de subida. Al incorporarse de nuevo al camino, mal llamado carretera, encontraron a varias personas. Algunas, heridas y otras, tan demacradas como ellos, que seguían su misma dirección. Arrastraban a duras penas las exiguas pertenencias. Ciertas manos los saludaron con un desvalido gesto. Portugal está a pocos kilómetros. Quizá allá los ayuden. Porque, en esta tierra de la que los han desheredado, ya solo caben si están muertos.