Los doce mejores años de mi vida los viví en Barcelona. Allí me case, allí tuve un hijo, allí trabajé, estudié y siempre me sentí aceptado y agradecido de vivir en una ciudad moderna y cosmopolita. Por eso ahora, desde la distancia, observo con pena e incredulidad el fundamentalismo independentista que tanto daño moral, económico y político está causando a los ciudadanos de esa querida autonomía y al resto de España.

Un fundamentalismo perfectamente reflejado en la escenificación de los cementerios de cruces en los espacios públicos. Los independentistas cometen un error mayúsculo al utilizar en sus reivindicaciones un símbolo destinado a la memoria de los caídos en enfrentamientos cruentos. También yerran gravemente al empecinarse en imponer su proyecto de país a la otra mitad; pues, con ello, no solo queda cuestionada su iniciativa independentista, sino también su sentido democrático. Y un consejo, si lo quieren recibir: El derecho propio termina donde empieza el ajeno. No respetar al otro lleva al enfrentamiento. Y los enfrentamientos terminan generando muertos. Y, por desgracia, solo entonces comienzan a tener sentido las cruces.