La norma es una regla o disposición establecida por una facultad autoridad para ordenar o regular los procedimientos y conductas que el individuo debe seguir para cumplir un objetivo. Y ese objetivo no es otro que el de lograr la armonía o equilibrio social necesarios para alcanzar la felicidad en esa vida cotidiana que compartimos con los demás.

Cada persona debe ser responsable de sus actos y estos deben ser rectos, pues repercuten en los que están a su lado.

Con estas premisas se construye una sociedad respetuosa y justa. Pero la realidad está cada día más lejos de esa concepción. Un porcentaje significativo de personas ya se consideran lo suficientemente creativas como para interpretar esas normas que han sido determinadas por consenso.

Algo viene fallando en nuestra formación, tanto en el seno de la familia, como en el del sistema educativo, como en el de la sociedad, que deberían dar ejemplo del buen obrar.

En mi paseo matutino de hoy ya me he acalorado múltiples veces y tan solo por indicar suavemente lo que es correcto. Me he ganado los toscos insultos, tanto verbales como gestuales, de esas personas que interpretan a su gusto unas normas impecablemente establecidas, así como efectivas, y que quiebran sin el menor pudor. Al mismo tiempo, sacan pecho y exhiben su chulería. De esta forma, justifican su errónea conducta que indudablemente afecta a los demás. Es decir, van a su bola y les da igual que perjudique a, quizás, su hermano, o su madre, o su padre, o a quién sabe a quién.

Y es que en menos de una hora, a punto han estado de atropellarme en un paso de cebra, en el que ya estaba, pues un vehículo de cuatro jóvenes que estaba a cierta distancia aceleró para no pararse y casi me rozó. Levanté mis manos en señal de protesta y ellas profirieron gritos con palabras soeces y gestos vejatorios.

Al rato, en otro paso, una persona con discapacidad en silla de ruedas no podía cruzar una calle por el paso de cebra habilitado, pues un coche estaba aparcado. Llegó el dueño, que no se disculpó, y ante la protesta de la persona discapacitada, respondió que nosotros teníamos mucho tiempo de sobra y nada que hacer (¿?).

Al poco, un perro de considerables dimensiones alivió sus intestinos en plena acera. El dueño hizo ademán de recogerlo con una bolsa, pero en cuanto pasé, se arrepintió. Como me percaté de ello, se lo afee.

No lejos de allí, en un parquecito, un niño jugaba en el césped con gozo y despreocupación, y ¡zas!, se embadurnó de unas recientes heces perrunas. Las maldiciones de la madre se oyeron a distancia y por un buen rato.

Sigo y en un paso de peatones que está verde, no puedo pasarlo porque uno, dos, tres, cuatro coches se lo tragan raudos y veloces. Alguno de ellos levanta el antebrazo como disculpa (¿?).

Harto, cojo el autobús y en la parada, bien señalizada con marquesina y pintura amarilla, no puedo hacerlo porque está a tope de coches aparcados. El conductor tiene que parar en doble fila. El atasco es inevitable. Se oyen numerosos y estridentes pitidos. Después, el viaje se iba a redondear.

Se cruzó un coche que no había respetado un stop. Otro aparcado en doble fila nos retuvo unos 5 minutos hasta que llegó su dueño después de numerosos pitidos. Ni se disculpó. Un poco más adelante, uno con prisas nos adelantó en una raya continua. Llegando a mi parada, en la última rotonda, un vehículo se cruzó desde la parte central a la más exterior por donde circulaba el autobús. Frenazo in extremis del conductor. Pitada monumental. ¡Uf!

Por fin en casa. Un documental en la televisión es mejor que someterse a la presión callejera.

Sabemos que las sanciones no son la solución para el respeto de las normas, pues además no hay un guardia en cada esquina. Entonces, ¿cuál es la solución?

Yo, desde luego, no seré otro que diga que «como los demás lo hacen -lo incorrecto-, yo también». Me quedo en el grupo de los que respetan las normas y piensa en el otro, y así habrá un incumplidor menos. ¿Cundirá este buen ejemplo? Lo dudo, pero necesito confiar.