Afortunadamente en España y, por lo general, en eso que de manera tan pedante llamamos «mundo occidental», lo que es literalmente morirse de hambre resulta difícil. Por fortuna las administraciones públicas y las ONG facilitan en lo posible que nadie pueda ser víctima de semejante tragedia. Sin embargo dicha expresión adquiere calado en parte de la ciudadanía cuando desde perversos altavoces mediáticos se pretende culpar de nuestros males a quienes en verdad huyen del horror y la más fundada miseria.

El problema de las corrientes migratorias, un fenómeno que irá en aumento de forma ineludible consecuencia del cambio climático y las sucesivas hambrunas que sacudirán en primer lugar a las regiones más meridionales del planeta, se manifiesta con más crudeza en aquellos países donde culmina esa frontera entre la prosperidad y el subdesarrollo. Quizá, los que hemos tenido la fortuna de nacer entre los primeros, deberíamos dejar de mirarnos el ombligo porque mientras no pongamos freno a la tan consabida crisis climática y, de paso, detener el continuo saqueo del resto del mundo, la presión migratoria se hará cada vez más insoportable. Sobre todo para los que huyen de esos horrores que habría que achacar en buena culpa al ultraje de los que con tanto ardor pregonan su rechazo.