Tras el estupor que ha despertado el resultado de las elecciones autonómicas andaluzas, me mueve ahora la reflexión. De las cloacas de la vieja historia nacional retornan las sombras del viejo fascismo que pensábamos extinto con sus 12 escaños como 12 soles cenicientos. Dicen que las causas son la inmigración, Cataluña, la gestión de las desigualdades socioeconómicas, la demiúrgica naturaleza del poder socialista tras un desierto cronológico de 36 años que ha materializado toneladas de desesperanza, corrupción y patrañas. Sin embargo, y a pesar de todo, no llego a comprender que haya sido en Andalucía precisamente donde se ha desatado la primera euforia del neofascismo del que creíamos que en España estábamos exentos. De las entrañas de la democracia ha surgido el monstruo para devorarla, valiéndose precisamente de ella. Los orines púrpuras del viejo escenario, cargado de crucifijos y banderas rojigualdas, han puesto su puño enguantado sobre el burdel del patio nacional con intención de quedarse. Y nada hay más terrible que la imbecilidad que se ramifica como el cáncer. Ganas dan de ceder a su desafío y recoger el guante, tomar sus mismas armas y contraponerles con decisión para defender esa democracia que buscan aniquilar tomando medidas que la sacrifiquen temporalmente como en un tratamiento quirúrgico de urgencia que sopesa la posibilidad incluso de un coma inducido. Sin embargo, eso sería entrar en su juego, ponerse a su altura y ahondar en el ultraje a la razón. Solo queda seguir remando hacia adelante con el pensamiento abierto y la mente clara y pensar que los necios siempre son legión y que a veces, lo que ocurre, es que tan solo permanecen callados y no se les oye. Pero, por mucho que insistan, lo que no me podrán hacer creer todos ellos es que, pese a su andar cansino, lento y paciente, ni tienen ni han tenido jamás la razón.