Estoy pensando que me ha impresionado saber que, desde que se inventó el tema del postureo, van más de 250 personas muertas por hacerse un selfie. Hoy, ha salido en la prensa que se lleva posar en lagos tóxicos. Las instagramers y sus modas. Hemos llegado al sumun de la tontería mucho antes de lo que se auguraba.

Como mi cabeza no para un momento y una cosa lleva a la otra, me dio por recordar aquellos tiempos en los que las fotos eran papeles en blanco y negro (o unicolor en granate) con los picos doblados que habitaban en viejas latas de Cola Cao y en sobados álbumes. Estorbos recoge-polvo que yacían olvidados entre los restos de licores cumplidos y los odiados angelitos de cerámica del mueble bar de formica.

En aquellos tiempos, el álbum de fotos era privado de casa, y poco menos que un remedio de urgencia. Servía para entretener a los niños en las mañanas febriles en las que no podían asistir a la escuela. Y en los días de tormenta porque en el primer trueno se apagaba la luz y había que calmar los nervios de los miedosos a base de ponerlos al día en el árbol genealógico familiar.

Pero qué lustre tenían nuestros álbumes. Eso nuestro no eran selfies, ni fotos: eran retratos, que en la jerarquía de la fotografía es el nivel superior de los superiores. Es como si comparas la pluma de Cervantes, con la de Maxim Huerta (la literaria, claro).

A nuestros retratos de antes no les faltaba un detalle artístico: corte de pelo al tazón, gafas (si las precisabas) siempre escorando hacia un lado, rebeca abotonada hasta arriba, pantalones por los sobacos, gesto de recibir una notificación de hacienda.

Porque de postureo, ni hablar. ¿De espaldas? ¡Ni pensarlo! «Tú estás picá, ¡con lo caros que valen los retratos!» ¿Con la cabeza para abajo? «¡Niña, que no estamos en un circo!» Y así te iban quitando toda la iniciativa creativa hasta que, al final, la postura quedaba similar a la de los amortajados o a la de los presos (cabeza recta, brazos hacia adelante, manos una encima de la otra). De hecho, dicha postura, aún sigue causando furor en las funerarias y en las fichas policiales.

Además de disponer de todos los pertrechos, hay que darse cuenta de lo seguras que eran nuestras sesiones de fotos, donde los únicos riesgos que podías correr eran caerte de la escalera que servía de decorado, o que el perro del retratista te mordiera un tobillo. Y en las fotos exteriores (en Zahínos, en el parque o en la plaza), que se te pegara un chicle en las posaderas al sentarte en la cruz de los caídos o en los escalones de la iglesia. Nada más.

Al final hay que renovarse o morir (o y morir), y yo me compré ayer un móvil que para llamar no sirve, pero hace unas fotos buenísimas. Esta tarde tengo previsto estrenarlo. Así que me marcho antes de que se me vaya la luz buena al puente viejo del Godolid, que aún no es radiactivo. He pensado que si me cuelgo del borde con la cabeza para abajo, y sitúo el móvil por la retaguardia de la derecha pasando por la ingle izquierda para arriba, me sale una imagen como del puente de Londres al aroma del Golden Gate de San Francisco y el Godolid va a parecer el lago Victoria. Mis seguidores van a desgastar el botón del me gusta. Eso es lo que cuenta. Por lo demás, yo me arriesgo como las instagramers, que no voy a ser menos y que salga lo que Dios quiera!