Una de las mayores contradicciones del feminismo blanco es su radical censura a la prostitución, pues, pese a reivindiar que las mujeres pueden hacer lo que les plazca con su cuerpo, vida uterina inclusive, no admiten que a algunas les plazca poner el suyo en alquiler.

De hecho, pocas cosas odia una feminista más que la prostitución. La excusa oficial suele ser que no hay putas vocacionales, sino que todas son víctimas de esto o aquello; pero tal mito no resiste el menor cotejo con la realidad, y para muestra el reciente sindicato Otras. No.

La verdadera razón de ese odio, mucho más prosaica y subconsciente, radica en que el putaísmo abarata el precio sentimental del sexo, hace al hombre menos dependiente del capricho femenino y minora, por tanto, el poder de las mujeres; un poder que, dejémonos de hipocresías, no reside más que en cierto rasgo anatómico.

Y esa es una idea que el feminismo burgués no puede soportar.