Las oberturas de Rossini no son violentas. La lluvia no lo es. La blanca leche en el tazón, tampoco. Ni las tacitas de café. Ni las trufas de los perros. Ni el atardecer. Ni la luna de sangre.

Ni la prosa de Hesíodo. Ni las camelias en febrero. Ni las almohadas. Ni el pan caliente. Ni la Metafísica de Aristóteles. Ni la ropa limpia en la cama, extendida, bien planchada.

Ni el canto gratuito de los pájaros. Ni el Impresionismo francés. Ni las esencias de los perfumes. Ni las Arias de Verdi, Ni las mañanas de niebla, ni los mediodías de sol de invierno o de verano. Ni los frutos rojos. Ni la tarta de manzana. Ni los tiestos con sus plantas verdes asomándose a las ventanas. Ni las cartas ni los lomos de los libros, ni las fotografías de todos o casi todos los niños con su madre o su padre agarrados de las manos, en una instantánea aparentemente eterna.

Que todas estas, y otras tantas, también aparentemente corrientes y molientes, caven en las más hondas zanjas el rastro ruin de la violencia.