Cuando las máquinas pueden hacer casi todo el trabajo humano, se hace imprescindible un alto índice de paro para que la economía sea rentable al bajar continuamente los salarios; el paro, que es estructural, se percibe, sin embargo, como una ineptitud individual para competir en el mercado laboral, y tener tiempo para el ocio no se considera un derecho colectivo, sino un fracaso personal, casi un vicio insano. El sistema económico de mercado y libre concurrencia, que sirve de soporte al civilizado Occidente, acumula contradicciones internas insoportables. Ante cualquier medida de control político sobre la economía, sus prebostes responden siempre con la misma amenaza: la destrucción inevitable del empleo. A lo mejor ha llegado el momento de la lentitud, de pararse y reflexionar sobre otras alternativas posibles para organizar la sociedad globalizada del siglo XXI, recuperar la ironía de los diletantes y atrevernos a proclamar en nuestro fuero interno, y hacerlo efectivo frente a las responsabilidades impuestas, el derecho a la pereza, el derecho a no trabajar y, así y todo, seguir siendo considerados seres humanos, valiosos para nosotros mismos y para nuestros semejantes.