Uno de mis mejores recuerdos de la niñez, que con más placer y nostalgia me viene a la memoria, era cuando acudía a pasar unos días en compañía de mi tío Manuel, portugués como mi padre, a una finca en Valdecaballos donde trabajaba, zona perteneciente al pueblo de Zarza la Mayor, donde nací y que está lindando con Portugal.

Aparte de salir al calor de la siesta en compañía de mis primos a correr a las perdices, degustar la exquisita leche de cabra recién ordeñada y sus incomparables quesos, esperaba impaciente a que llegara la noche para tumbarme al raso y contemplar con verdadero deleite a la luna y las estrellas.

Para mí era un espectáculo inenarrable mirar al cielo mientras dejaba volar mi imaginación. Me tiraba horas y horas mirando al firmamento y todavía hoy en las largas noches de verano me pongo ensimismado a contemplar las estrellas y dejo que la imaginación me traslade de nuevo a esa etapa feliz de mi infancia, que me permite sentirme niño otra vez.

Además, resulta gratis soñar.

Ustedes se preguntaran a santo de qué viene este encabezamiento. Pues viene a cuento por lo siguiente:

Dentro de poco tiempo si la cordura no lo impide, el firmamento será un inmenso anuncio publicitario. Donde ahora hay estrellas inmóviles, estrellas fugaces, habrá mañana un rutilante eslogan visible desde los cuatro puntos cardinales de la tierra. Eso es al menos lo que pretenden unos cuantos astutos propietarios de firmas comerciales: estampar en los cielos remotos, las cualidades de su mercancía como hoy hacen en cuanta pared, pantalla de televisión o espacio libre encuentren.

Según el plan y mediante un complicado dispositivo de altísima tecnología, será posible para un terrícola mirar al cielo para buscar Saturno y toparse con un anuncio de sujetadores o de desodorantes. En lugar de constelacioneso vías lácteas, veremos las virtudes biodegradables de un detergente o asistiremos a una exhibición de poderío mecánico por parte de un automóvil. En vez de la luna pálida nuestra vista se fijará sin remedio en los tipos de interés que nos ofrece el banco o en cualquier otra tontería perfectamente prescindible y todo el misterio de las galaxias se degradará a la condición miserable de un consejo para comprar lo que necesitamos.

Estas son al menos las intenciones de los publicistas. Menos mal que ya han surgido voces clamando al cielo y nunca mejor empleada la expresión. Ya que no hay un solo rincón del mundo privilegiado que no haya sido invadido por la publicidad, solo faltaba que también la bóveda celestial sufra esa agresión inmerecida. Ojalá se imponga la sensatez y los seres humanos podamos seguir la ruta de las estrellas sin tener que soportar la visión de un anuncio de sopa estampado en la Osa Mayor.

Bastante aguantamos ahora ese bombardeo incesante que rompe el ritmo de las películas, idiotiza a las masas y arruina los bolsillos, como para privarnos del inmenso placer de mirar al cielo.