A menudo pienso que me siento un privilegiado. He sido de los que he disfrutado de los botellones en la Plaza Mayor de Cáceres, y nos daba igual que hiciera frío que calor. Si llovía nos metíamos en los soportales, y no pasaba nada. Al mal tiempo buena cara. Eso sí que era socializar. De tu botellón pasabas a otro, conocías gente, hacía amigos, existía la generosidad incondicional, porque si te quedabas sin hielo, sin fanta, o sin guiski, los demás te lo prestaban a sabiendas de que no había que devolverlo. Y luego íbamos a los bares, y claro que también consumíamos y hacíamos gasto. Quizá los bares ganaban menos dinero que ahora, pero todos éramos felices. A lo mejor no teníamos dinero por entonces para bebernos una copa para cada uno, pero con una jarra de cubata o de cerveza, lo arreglábamos. El caso era disfrutar, estar juntos y pasarlo bien. Y hablar, sobre todo hablar. Y hablábamos de todo. De estudios, de fútbol, de chicas, de nuestras familias, de nuestros padres, y quizá del futuro, pero de esto era lo menos, porque vivíamos el presente como si no hubiera un mañana... Y éramos tan felices. Y cuando te presentaban a una chica podías darle hasta dos besos. Ahora veo a la juventud y me da pena. Lo siento.

No pueden fumar en los bares. No pueden hacer botellón, no pueden compartir con pajitas una jarra de cerveza o de cubata, tienen que ir con mascarilla a todos lados, y por supuesto nadie se puede tocar para saludarse, y lo de los dos besos a las chicas para presentarse ha quedado para el recuerdo. Pues sí, me siento un privilegiado.