Es cierto que, como bien dijo Goethe, «la edad se apodera de nosotros por sorpresa». Así es, sin darme cuenta ya soy mayor, no vieja. Ya que la palabra vieja es sinónimo de no útil. Con la edad, es verdad, soy más sensible a muchos comentarios paternalistas dirigidos a la personas mayores, ya sea por políticos, periodistas y en opiniones muy generalizadas en nuestra sociedad. No voy a negar que mis huesos no son iguales que a mis 20 años, que mi vista requiere gafas y que no puedo correr o saltar con la misma facilidad. Estas pérdidas no hacen que no tenga opinión, o no pueda hablar, sentir, defender y luchar por la justicia social que siempre he defendido; que mi curiosidad esté intacta, mis ganas de aprender no vean fin o mis manos busquen otras manos para compartir el recorrido. Y tampoco sé si quisiera er joven, ya que cada etapa de la vida es una escuela, un aprendizaje, y vivirlos y aceptarlos son fundamentales para lograr la aceptación y la paz interior. La edad es un número que en ocasiones nada tiene que ver con la fragilidad y la dependencia. Muchas personas longevas han seguido activas sin valorar la edad sino sus capacidades (Clint Eastwood, Picasso, la reina de Inglaterra...). Las etiquetas pueden hacer más daño que la realidad vivida. Esto no quiere decir que es habitual que existan muchas personas mayores, o jóvenes frágiles, o dependientes, y es verdad que con la edad se aumenta la necesidad de ayuda, aunque no siempre. Pero etiquetar según la edad no hace bien, al contrario, puede limitar. Y no voy a permitir que mi edad sea motivo para que alguien diga qué puedo o no puedo hacer. Nadie va a limitarme, solo mi cuerpo y mi mente marcaran mis límites y solo la muerte el final.