En una facultad, varios estudiantes abandonan el aula en la que acaban de realizar la prueba de lengua inglesa en la pasada selectividad. Comentan que les ha resultado difícil -algunos incluso la tachan de barbaridad- porque no entendieron palabras como philanthropy o cosmopolitan, que nunca estudiaron. Solamente unos pocos que cursaron Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato (antes común y ahora optativa solo para los de Letras) conocían su significado y salen airosos del examen.

Esta escena, basada en hechos relatados por un profesor, muestra cómo la disminución de la formación filosófica no solo perjudica a la cultura general y al desarrollo del pensamiento de los jóvenes, sino que también acarrea un considerable déficit en un vocabulario conceptual que es similar en las lenguas de nuestro entorno. Sería deseable que, entre la batería de cambios promovidos por el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez, (cuya titular de Educación, Isabel Celaá, por cierto, es licenciada en Filosofía y Letras y Derecho) se incluyera la subsanación de ese déficit a través de la reposición como asignatura común de la Historia de la Filosofía, cuyo acervo intelectual, tanto en lo referente a las ideas y razonamientos de los autores como al léxico empleado para expresarlos, resulta irrenunciable para que los futuros universitarios puedan disponer del bagaje cultural que necesitan.