En 2013, un grupo de trabajo de la ONU visitó España durante una semana para intentar esclarecer las más de 100.000 desapariciones forzosas durante la guerra civil y la postrera dictadura franquista.

Los expertos de Naciones Unidas consideraron «inaceptable» que dichos delitos continúen impunes, lamentaron que no hubiera ninguna investigación efectiva en curso y afirmaron que la Ley de Amnistía de 1977 no podía suponer una barrera para la investigación de estas graves violaciones de los Derechos Humanos. Nuestro país aún no ha ratificado la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y ostenta el dudoso honor de ocupar el segundo lugar en número de fosas comunes, solo superado por Camboya. A día de hoy, esta cuestión permanece irresoluble.

Cuando algún grupo político, normalmente progresista, pone este tema sobre el tapete, desde los partidos conservadores se suelen dar distintas razones para no abordarlo: no es el momento (nunca lo es), no debemos abrir heridas (cuando precisamente se trata de cerrar las de aquellos que las tienen aún abiertas), no es algo que «importe verdaderamente a los españoles», etcétera.

Creo que nos deberíamos sonrojar porque la ONU haya tenido que decirnos lo evidente: que es una auténtica vergüenza que permitamos a estas alturas de la historia que en un país democrático, occidental, moderno y perteneciente a la Unión Europea sigan existiendo fosas comunes y restos humanos (sean de quienes sean) enterrados en cunetas.