Salimos de Las Moreras camino de la estación para llevar un paquete. Dejamos atrás una de esas vallas azules que tanto embellecen cada rincón de la ciudad y subimos por la Cañada de Sancha Brava.

Cruzamos al lado izquierdo porque el derecho carece de acerado. Avanzamos entre un seto abandonado --en la zona de la avenida de Elvas es tradición mantener, aunque tampoco siempre, el seto central, no los laterales-- y un talud en el que los jaramagos alternan con algunos cactus y peñascos varios; todo muy natural, casi agreste.

Al poco rato nos quedamos también sin acera, ese invento tan innecesario; aunque los jaramagos no nos abandonan, son la planta emblemática de la ciudad.

Entregamos el paquete en Correos de la estación, donde, por cierto, las funcionarias y funcionarios son un ejemplo de simpatía y eficiencia, y decidimos acercarnos al fuerte de San Cristóbal.

El camino más corto transcurre por uno de los muchos descampados que nos recuerdan que Badajoz es un lugar a medio camino entre lo rural y lo urbano; este bordea la trinchera del ferrocarril y, cuando llueva, seguro que proporciona buenas cantidades de barro a la vecindad.

Llegamos a la valla del fuerte, porque, como es lógico, no se puede entrar, las únicas que parece que aprovechan el dinero que nos ha costado su rehabilitación son unas cabras que pastan alegremente al pie de las murallas; algo es algo. Las laderas que lo rodean no han recibido la mínima atención, aquí también prima lo salvaje y, por supuesto, no hay ningún sendero que facilite disfrutar de las vistas.

Aun así rodeamos el fuerte y a su espalda podemos recrearnos con una estampa también muy nuestra, un vertedero-escombrera, que sirve de digno colofón a este paseo. Habrá quien piense que escombreras, descampados, jaramagos ubicuos, vallas azules de provisionalidad eterna, setos dejados a su libre albedrío, monumentos cerrados...

Son una muestra de la dejadez del ayuntamiento, o de incompetencia quizá; se equivocan: es puro respeto por la tradición. Gracias, señor alcalde.