TStoy un cazador de leche, llevo la afición en los genes que me transmitió mi padre, y yo creo que el pecho de mi madre también influyó en algo. Que yo conozca, soy la tercera generación interrumpida en mi familia que practica la caza.

Es la mía, por tanto, una afición -a veces, no lo niego, incluso obsesión- desde niño, cuando antes incluso de hacer la primera comunión ya me daba mis garbeos por el campo y acompañaba a los puestos a mis mayores.

Pero también soy un cazador de gustos pobres, un aficionado a la caza menor en su peldaño más bajo. Soy cazador de botas, escopeta y perro, de caminatas prolongadas por el campo, y de compañía de un puñado de amigos.

Y, pienso, soy un cazador agradecido a los que me inculcaron y me enseñaron todo lo que sé en este oficio. Podría mencionar a muchos (no debería olvidarme de Florentino Suárez, Bernabé del Sol, o Pedro Expliego, por nombrar sólo a alguno de ellos), pero su lista sería inevitablemente incompleta e injusta. Pero dos de ellos sí han dejado un sello indeleble en mí, y quiero lanzarles un cariñosísimo abrazo, sobre todo cuando tengo la fortuna de seguir contando con ambos entre los míos, y que sea por muchos años.

El primero de ellos, claro, es mi padre. Hombre de campo desde su nacimiento, de andar pausado y congruente, experto cazador de especies menores, sobre todo si son de pluma, me enseñó a disfrutar de la caza desde lo que él llama los ritos; la preparación de los trebejos la noche anterior -ropa, mochila, munición, comida, siempre una botella de buen vino, y el arma-; la reunión con los amigos y un desayuno tradicional; la ilusión del viaje al coto; el taco de media mañana; la comida entre el cielo y la tierra, de bromas con los compañeros; y la vuelta a casa.

Me enseñó a tomar cada pieza que abatía para que la guardase en la memoria, a disfrutar de la compañía de un buen perro a mi vera, a tomar todas las imprescindibles y precarias precauciones en la caza, a respetar al de al lado y a hacerme respetar, a hacer un buen puesto de palomas, o de perdigón, a dejar explotar la ansiedad con la tórtola en las mañanas de agosto... En definitiva, me enseñó a cazar, y a comportarme en la caza.

Ya no caza porque la edad no perdona, pero Don Gabino sigue estremeciéndose cuando le cuento cada domingo el relato de la jornada, y sigue emocionándose con mis éxitos (y los de mis perros, y mis compañeros), y se le queda un regusto amargo cuando le hablo de mis yerros o de mis desventuras. Del segundo de esos cazadores que me han marcado para siempre, Gonzalo Borrega, les hablaré otro día.

*Sociedad de Cazadores de Cáceres