TEtmpecemos por el final: el de Todos los Santos de la pasada temporada fue uno de esos días para enmarcar y recordarlos en nuestra agenda y nuestra memoria como el día perfecto de caza. Buena finca, buena compañía, buena puntería y buena percha. Por poner alguna pega, la de toda la temporada: no llueve, hace bastante calor para andar, el campo está duro y polvoriento, y da tristeza ver retamas y carrascas mustias.

Nos tocaba Gil Téllez, y allí acudimos los amigos Paco Pavón, Juan González y yo. Entramos por el rastrojo de la carretera del Casar, para dar a toda esa parcela con parsimonia, y desdeñando el pico de Las Corchuelas. Sacamos el bando de siempre, que emigró a esta finca tan pronto nos vio despuntar, y poco más.

No veíamos rastro de nada: no había camas de liebre, ni cagarruteros ni escarbaderos de conejos, ni nada de nada; y cuando nos dimos la vuelta en dirección otra vez a la carretera y a los coches, la Luna empezó a picarse y a trabajar: surco arriba, surco abajo, cada vez más encelada, más concentrada, entre Juan González y yo, trabajándoselo; fue una pena que al final la liebre no le dejara terminar, porque se lo trabajó a conciencia y se merecía haber llegado hasta la cama. Aun así, la dejé correr lo justo, me quité a Paco Pavón de la línea de tiro, y me quedé con ella a 30 metros. La perra la cobró con diligencia, con celo, con gusto.

Después de dejar la liebre en el coche, le dimos otra vuelta al rastrojo sin ningún resultado, y nos pasamos a los escobares que pegan con ´La Centolleja´. Y otra vez sin caza. Un andar bajando al ribero penoso, conscientes de que no se nos iban a ofrecer muchas posibilidades, sin fe ni esperanza, una lástima. Tan sólo salió una perdiz en toda la bajada, a Juan González, a huevo, pero justo en mi dirección.

Bajando nos cruzamos con Eduardo Hormigo y con Juan Borrasca, y al llegar a boca del ribero, decidimos darnos media vuelta, coger la linde del Quinto Molino, y desandar lo andado. Fue un gran acierto. A partir de ahí, cara al sol, a Juan González y a mí nos volaron dos perdices de los pies que fue imposible tirarlas por el bosque de carrascas que nos rodeaba, y Paco Pavón logró guarrear una liebre.

Nos cruzamos con José Pedro Sán.chez y con Paco González, que tampoco llevaban nada, y tiramos para arriba. Al poco, vi volar un bandito de no más de cinco o seis perdices justo delante nuestra, de cerro a cerro, y nos pusimos a trabajar. Logramos llevarlas a los escobares, a un terreno más grato y de mejor visibilidad, sumamente querencioso para ellas, y las cogimos las vueltas. Ya en el alto de los escobares, con dos vuelos encima, a Paco Pavón le salió una, un pelín larga, que tardó lo justo en verla para que se le pusiera en la Cochinchina antes de tirarla; y delante mía salió otra, larguísima, con el aire de cola, buscando desenfrenadamente el ribero, con la mala leche que tienen en vuelo.

Me armé, divisé donde estaba Juan González, corrí sin apuros la mano, y la quedé hecha un trapo a más de 50 metros. Un tiro meritorio, larguísimo, calculado, de esos que nos quedan poso en la memoria. Para rematar la faena, el Pipo la cobró con afición y gusto, su primera pluma de verdad, el mejor modo de hacerse de un buen perro. Una vez en la mano, me di cuenta de que había cobrado un macho ejemplar, espectacular, de esos que sólo es capaz de dar el ribero, único.

Entonces nos fuimos camino del rastrojo de la carretera de Monroy, pero antes, me voló otro perdigón a no más de quince metros, y con tan buen tino que se fue contra Paco Pavón, y no hubo discusión: era de todo punto imposible tirarle. La prudencia es algo que tiene primar en la caza.

En el rastrojo, de nuevo Paco Pavón mojó, y por partida doble, con esa zorrería típica del lebrero antiguo con reminiscencias de furtivo, que sabe ver las liebres en la cama. Pero ya el calor era excesivo, y la falta de agua se hacía cada vez más patente. De llegada a los coches, arqueo: una perdiz y cuatro liebres, y no más de diez tiros disparados. En teoría era suficiente, pero Juan González seguía bolo -hasta de tirar-, y nos quedaba el cercón que linda con ´Las Corchuelas´ -llamado Pico del Seiscientos-, que teníamos enfrente. Había que darse un garbeo de media hora.

Y en ese cachito, al poco de empezar, Juan González que logra quitarse el bolo con una media liebre que pisó en todo el lecho del regato, y que dejó seca a los veinte metros. Y un cerrito más abajo, la Luna que empieza a picarme el suelo con un frenesí y una prisa altamente expresivas: la perdiz andaba cerca. Como me conozco a esta perra, que es de rastreo y no de muestra, me empeñé en no alejarme de ella lo más mínimo y, efectivamente, al poco me dio el pájaro; y tan bien me hizo la faena, que me lo voló a no más de veinte metros y hacia mí, casi batiéndomelo. Consecuencia, me apresuré a tirarle de cara y la fallé; la dejé pasar y ya la toqué; me serené, la apunté en serio, y del tercero me quedé con ella a no más de treinta metros, cobrándomela un Pipo ya enseñado sin ningún tipo de problemas. Y fue entonces, cuando todavía el perro tenía en su boca la perdiz cuando me di cuenta de que era imposible fallar ese pájaro y que me había precipitado como un quinceañero en los primeros tiros.