Por las calles por las que paseaba Joaquín Sorolla buscando la luz de sus cuadros mientras entraba y salía de su taller, siguen haciéndolo hoy como entonces vecinos en batín. El valenciano barrio del Cabañal mantiene su carácter familiar en esta etapa aparentemente final de confinamiento pero también sus problemas de convivencia, por eso estos días por sus calles también se ve a militares y a policías secretas.

En el epicentro de los barrios marítimos de Valencia, los barrenderos aún conocen a muchos vecinos por su nombre pero la charla habitual se hace ahora del asfalto al balcón mientras algunas abuelas bajan con tiento la basura con una cuerdecita para evitar salir.

Ese humilde sabor a sal y a pueblo, a antiguo barrio de pescadores, llevó al 'The Guardian' a incluirlo en su reciente lista de los diez barrios más molones de Europa. Un reconocimiento que no ayuda a la conservación de la identidad de un barrio plagado de casas modernistas de coloridos azulejos que en 2015, tras una larga resistencia vecinal, venció en las urnas a las excavadoras de Rita Barberá.

Un mural homenaje a Sorolla en las calles patrulladas por la policía militar / MIGUEL LORENZO

“Yo me enamoré de este barrio nada más lo vi”, cuenta Sebastian, un estudiante sueco que trata de hacer acopio de los mismos rayos que perseguía el pintos ante su inminente regreso a casa, expulsado por el covid-19.

El coronavirus también acabó este año con la Semana Santa Marinera, otro de los grandes atractivos del barrio. Muchos vecinos decoraron con tapices en sus balcones, en los que pese a todo sonaron los tradicionales tambores. Tampoco renunciaron a la tradición de lanzar platos de loza y agua para celebrar la ‘resurrección’. Esta vez con menos probabilidades de darle a alguien en la cabeza.

Una mujer toma el sol en su balcón, decorado con un tapiz de la Semana Santa / MIGUEL LORENZO

Uno de los factores que aún frenan la turistificación total de este barrio son los problemas que sigue teniendo en su ‘zona cero’. Punto habitual de venta de drogas y de bajos reconvertidos en chatarrerías, lo es también de fiestas a deshoras y de todo tipo de enseres tirados en sus recientemente remozadas aceras o en los descampados que, como cicatrices, aún recuerdan los planes para reventar su apretada trama urbana con una avenida flaquedada por altos edificios hasta el mar.

Ni si quiera el estado de alarma ha acabado con estas situaciones, aunque las ha reducido. Solo en las primeras tres semanas, en los tres barrios que componen el Marítim, la Policía Local abrió más de 600 actas. Hubo ocho detenciones por tráfico de drogas y casi cien actas por consumo de sustancias estupefacientes en la vía pública. Se impusieron siete multas por ocupación de la vía pública y una más por contaminación acústica.

Esta ristra de infracciones dejó tres detenidos por desobediencia grave y nueve denuncias por desobediencia. Los agentes incluso tuvieron que clausurar una fiesta con catorce personas. Según la plataforma Zero Incívics, dos días después se repitió la juerga en el mismo local. Aunque menos que antes sigue habiendo niños jugando en sus calles sin esperar a la orden de este próximo domingo. Aunque menos, sigue habiendo encuentros de madrugada.

La Policía Militar controla estos días el barrio de el Cabanyal / MIGUEL LORENZO

Por eso cuando se distribuyeron los refuerzos de las fuerzas de seguridad se decidió que aquí viniera la Policía Militar, cuyos vehículos verdes pasan con más frecuencia que los autobuses municipales de transporte. Pero no sólo ellos. “Aquí suele haber mucha policía”, cuenta un vecino de la calle Escalante. “Y ahora hay muchísima, de la que se ve y de la que no se ve”, apunta. Como los rayos que perseguía Sorolla.