Siempre había sentido una enorme curiosidad por conocer las razones que llevaban a una monja a la clausura. De vez en cuando acudía, en ese tiempo en el que lucía el sol, al convento de Las Clarisas, y allí, detrás del torno, siempre andaba sor Teresa, a la que si le llevabas una docena de huevos te rezaba todos los rosarios habidos y por haber. En ese edificio construido entre 1593 y 1612 y fundado por Doña Aldonza Torres Golfín, viuda de Sancho de Paredes, en noviembre de 1614 después de pleitos y obstáculos, abrió el convento para recibir a la primera comunidad de clarisas y, a partir de ese momento, no se ha interrumpido la vida entre sus muros.

Cuando iba a 'La Viky' a tomarme las cañas de rigor los sábados por la noche, mi mirada siempre se detenía en el convento y pensaba en la vida que sus ocupantes llevarían allí dentro. Recuerdo otra ocasión, cuando mi hermana se casó, que fuimos al convento de Garrovillas para que sus monjas le arreglaran la mantilla con la que justo al estallar la Segunda República mi abuela contrajo matrimonio. Era un verano de tanto calor que al vernos llegar, las monjitas nos permitieron la entrada. Mi abuela, emocionada, no paraba de hablar con aquellas religiosas que nos dieron Fanta de limón en unos vasos de color verde, que creo que eran de la marca Duralex. Les contaba que fue la primera de su pueblo en casarse de blanco, y que se montó una de narices, porque la acusaron de moderna. Y encima se había cortado el pelo a lo 'garçon' como acto de rebeldía para reclamar su derecho como mujer a hacer lo que su corazón le dictaba. Las monjas reían sin parar y al marcharnos nos dieron unas estampitas que aún se conservan en el cajón de la habitación de mi abuela.

Ahora, con toda la que está cayendo, me ha vuelto a venir a la cabeza la imagen del convento. Sucedió ayer cuando fui a la farmacia de la calle San Ignacio en San Francisco, donde ya te dispensan las pastillas a través del torno, que ahora llaman guardiero, pero que en realidad es un torno con todas las de la ley, igual que el de sor Teresa, solo que de acero inoxidable y no de madera.

En el escaparate advierten que no tienen mascarillas, ni gel hidroalcohólico, ni alcohol, ni guantes, y te aconsejan que pagues con tarjeta de crédito. Unos metros más allá, en el supermercado, el estrés se adueña de la cajera, que insiste a los clientes que no se agolpen en la caja, que guarden la distancia de seguridad.

"¿Qué será de nosotros?", se pregunta una joven mientras elige la cuajada. "Si el sistema sanitario está a punto de estallar, ¿qué pasará con el sistema social, podrán atender a tanta gente en el paro, a tantos pobres como está generando el coronavirus?".

Cáceres nunca volverá a ser como antes. Mientras tanto, soñemos con la Viky, sabiendo por primera vez qué significa vivir detrás de un torno.