Rubén y Cristina se conocieron hace un año en la sucursal donde Rubén entró a trabajar hace cosa de un año. El lugar ahora confinado al que han dicho a los abuelos que no vayan a cobrar la pensión porque son un foco de contagio que a pasos agigantados se ceba con esta ciudad asustada que no sabe qué será de su futuro.

No tardaron en marcharse a vivir a casa de Cristina, que reformó la vivienda de sus abuelos en la plaza de Italia. La madre de Rubén siempre les hacía la compra: salmón, yogures de Macedonia, hasta el Flota para lavar los platos. No faltaba de nada en la nevera. Con esto del Covid-19 Rubén se ha marchado con sus padres a Las 300. Cristina lo echa de menos. Acaricia las sábanas del dormitorio, que ya no huelen a él, sino al suavizante de Oxígeno Activo que venden en el Dia.

Si hay algo que unirá para siempre a la pareja será el Bar Las Cancelas. Cuenta la historia que Felipe Vázquez Díaz, hijo de Blas y de María, nació en Torreorgaz. Su familia se dedicaba a las tareas agrícolas. A los 9 años ya trabajaba en el campo, a los 13 su madre le guardaba el tabaco en el morral, siempre a escondidas para que Blas, su marido, no lo viera. Felipe y Nieves Palacios Guillén se hicieron novios cuando ella ya estaba trabajando en Cáceres. Nieves era de Torreorgaz; sus padres, Francisco y Mercedes, también trabajaban en la agricultura. Eran años duros y ella se vino a la capital, donde comenzó como empleada de la casa de la madre de José Luis Cotallo, el predicador y misionero cacereño más querido y con más capacidad de convocatoria del pasado siglo, ahora en proceso de beatificación.

Coincidió que en aquellos años Felipe también trataba de labrarse un porvenir mejor con el ladrillo y hasta trabajó haciendo el pueblo de Valdesalor, pero no era suficiente, así que en 1965 decidió, como tantos otros, marcharse a Alemania en aquellos años del terrible éxodo de la emigración que con tanta virulencia azotó a nuestro país. Doce meses más tarde Felipe regresó para cumplir con Nieves su promesa de amor. Se casaron en la iglesia de Torreorgaz y celebraron la boda como entonces era costumbre en muchas localidades españolas: el cura los casaba, él se iba con su familia a festejarlo, ella se iba con la suya a celebrarlo también, y luego se juntaban los dos. Unos días después hicieron las maletas rumbo a Oberwesel, en aquel viaje duro e interminable de incierto futuro al que tantos y tantos españoles se enfrentaron en los años 60.

Oberwesel era una ciudad medieval muy bonita, situada a orillas del Rin Medio, en la que Felipe y Nieves se pusieron a trabajar como empleados de una fábrica de maderas. A veces también se iban a los viñedos porque Oberwesel era ya en ese tiempo uno de los mayores centros vitivinícolas de Alemania. Con estos empleos sustentaban la economía familiar los Vázquez, que vivían al lado de una iglesia, en una casa de dos plantas con vistas a un jardín muy bonito, situada delante de uno de esos típicos cementerios alemanes abiertos y con cierta semejanza al que existe en Cuacos de Yuste.

En Oberwesel Felipe y Nieves se relacionaban con otros matrimonios españoles, algunos de Torreorgaz, como Paco y Matea, y pese a las dificultades del trabajo, del idioma, de vivir a tantos kilómetros de la tierra, ellos eran felices y dichosos, afortunados de verse juntos, unidos para siempre por la fuerza de su amor.

Cuando Nieves quedó embarazada de su primer hijo, decidió venirse a España para que el muchacho naciera en Extremadura. Ya estaba Nieves en casa de su madre cuando transcurridos unos meses, Felipe la llamó para anunciarle que llegaba a Cáceres porque quería estar presente en el nacimiento del pequeño. Ella se puso tan nerviosa por la emoción que le embargaba que el parto se le adelantó una semana. Así que no pudo ir a recoger a su esposo a la estación de trenes y cuando Felipe arribó, Blas, su primer hijo, ya había venido al mundo.

El nacimiento de un hijo era algo tan hermoso y tan grande que Felipe quería probar suerte en España, dejar Alemania, vivir junto a su mujer y su pequeño, aumentar la familia al abrigo de la tierra que le vio nacer. Así que lo preparó todo para quedarse definitivamente en Cáceres. Pensaron Felipe y Nieves que la mejor opción que tenían era abrir un bar. Miraron incluso por Plasencia hasta que se enteraron de que en el número 1 de la calle Ceres, en el barrio de la Plaza de Italia, se alquilaba uno, cuya parte trasera tenía vivienda con entrada por la calle Piedad. El dueño de todo ese local era Pedro Rocha, que tenía una tienda de confección al lado de Harpo. Su mujer, Luci, tenía una peluquería justo encima del bar y uno de los hijos de esta pareja es el de la tienda Chevalier.

Ese bar lo había tenido antes arrendado otro dueño, que le había puesto por nombre Las Cancelas porque en su interior disponía de un dibujo muy bonito de una cancela, pero llevaba cerrado bastante tiempo. En ese momento Felipe y Nieves desconocían la fama poco recomendable que este local se había ganado puesto que hasta él acudían las que en Cáceres se acostumbraba a llamar mujeres malas .

Y es que en los alrededores de Obispo Galarza y la calle San Felipe se amontonaban las casas de citas de la ciudad, había lo menos 10 o 12, regentadas por madamas que atendían a una prolija clientela. Las chicas de los burdeles, en sus ratos de asueto se iban a Las Cancelas. Tremendo escándalo para la encorsetada sociedad de la época.

Pero Felipe y Nieves empezaron de cero. Limpiaron Las Cancelas, las pintaron, abrieron las puertas y mantuvieron el nombre del negocio. Al minuto, ¡zas!, dos clientes que hoy llevan a gala ser los más antiguos del bar: Angel Mena y Pepe García, más conocido en Cáceres como Pepe El Salchichero.

Empezó así, en marzo de 1967, la historia de este local tan relacionado con la vida diaria de La Placi, que es como gran parte de los cacereños llaman a la Plaza de Italia. Al frente de Las Cancelas, Felipe, y Nieves en la cocina como únicos empleados, los dos siempre al pie del cañón.

Las Cancelas era una pequeña tasca, con una barra altísima; detrás de esa barra había una puerta corredera que daba acceso a la vivienda de los Vázquez, que constaba de una habitación, una cocina, un baño, la despensa y el salón comedor, que por la noche se convertía en cuarto de dormir para todos. En el bar, a la izquierda, había una mesa, a la derecha, otra, y luego un servicio, pero solo para caballeros porque entonces los bares lo frecuentaban muy raramente las mujeres y las pocas que iban si tenían que entrar al cuarto de baño lo hacían en el de la casa de Felipe y Nieves.

Las Cancelas abría a las seis de la mañana y poco a poco fue ganando una importante clientela: acudían vendedores y compradores del mercado de Obispo Galarza, también empleados de Telefónica, que tenía unas oficinas en la calle Nueva, y mucha gente de este maravilloso barrio en el que vivían la señora Petra y el señor Cándido, que tenían frutería, la señora Seba, que servía la candinga, la mercería de María y Santiago, la piconería, el señor Quico el de las golosinas, y el señor Serapio y Basilia, que eran los del Comercio La Luna, dedicado a maquinaria de hostelería.

También vivían en el barrio los Salado, que el padre trabajaba en el INP y su mujer se llamaba Esperanza, Anita la pescadera, que su marido era Antonio El Maganto, la señora Luisa, Antolina, las dos Carola, que una vivía en la calle García Holguín y otra en la calle Nueva, la panadería del señor Vicente, casado con la señora Gertrudis donde se compraba la harina para las albóndigas, los Corrales, los Saponi, o la Colorá, casada con un sillero que arreglaba las sillas de enea y uno de cuyos hijos tiene el bar El Sillero.

En 1970 Felipe y Nieves tuvieron su segundo hijo, Francisco, y dos años y medio más tarde, el tercero, que se llama José María, ambos canceleros de toda la vida porque nacieron en Las Cancelas. Las gemelas Nieves y Maribel ya nacieron en el sanatorio de la Consolación del doctorBlanco Corisco.

Pasaba el tiempo y Las Cancelas era un bar de referencia para Cáceres, que se hizo famosísimo a cuenta de la venta de boletos, a cambio de cuya compra los clientes podían llevarse suculentos premios. El boleto te solía costar una peseta, lo abrías y tenías varias posibilidades: que te pusiera "No tiene premio", que te pusiera "Siga jugando" o que te tocara un premio de 50, 100 e incluso 500 pesetas, que aquello era ya la bomba.

Alrededor de los boletos se generaba un negocio importante en la ciudad. Por ejemplo, en La Placi eran la señora Angela y el señor Juan los encargados de vender los boletos para los bares, cuyas papeletas se cosían para hacer paquetes que luego se metían en bolsas para su posterior reparto. Se cosían con máquinas de coser y había muchas vecinas del barrio que cosían boletos para la señora Angela y el señor Juan por 50 céntimos la bolsa.

Felipe iba a casa de la señora Angela y le decía: "Angela, me venda usted 5 bolsas de boletos", y Felipe volvía al bar con sus cinco bolsas de boletos, los colocaba en una caja encima de la barra y en un plisplás se vendían todos porque Felipe era un hombre honrado que repartía buenos premios.

En Las Cancelas no faltaba el vino de pitarra, aquel latiguillo de "Cago en Dios, cago en Dios" que soltaba Felipe y que aún hoy recuerdan sus clientes o sus especialísimos pìnchos de oreja, pescado rebozado y callos que con tanto esmero preparaba Nieves. En 1988 Felipe se hizo con la propiedad del local y reformó y amplió el bar, que actualmente regentan sus hijos.

Las Cancelas ha cerrado. El coronavirus ha logrado vencer también a su persiana. Y Rubén y Cristina lloran separados esta tristeza en la que todo Cáceres está sumida.

Cristina suspira. En su teléfono aparece la frase de Rubén. "Cuando todo esto acabe volveremos a Las Cancelas, amor mío". Cuando todo esto acabe, cuando todo esto acabe, cuando todo esto acabe. ¿Quién no repite esta frase en la ciudad del silencio?