Ayer, los del ejército desinfectaron la residencia de las Hermanitas de los Pobres donde cerca de un centenar de ancianos viven detrás de los cristales. Un asilo es una imagen horrible a la que nunca te acostumbras. Menos mal que había salido esta tarde el sol, brillaban con fuerza las margaritas amarillas en los alcorques y el aire puro bajaba desde la falda de la Montaña.

Pero el bicho sigue acechando cada uno de nuestros pasos y caminamos apresurados a la farmacia del barrio donde venden unas mascarillas que realmente son una patata. La de la botica lo admite: "Estas son de dos o tres usos, aunque luego las puedes meter un poco en el horno. Es un remedio casero que usamos todos". No puedes dar crédito a tanto descrédito que escuchan tus oídos.

Luego están esas otras mascarillas, las que no terminan de llegar, que cuestan de 5 a 7 euros, aún no se sabe, pero para las que hay una lista de espera de cien personas. Te toman nota del teléfono, "y ya si eso, le llamamos, ya si nos da tiempo, porque tenemos mucho lío".

Es indignante que el cacereño de a pie deba pagar ese dineral por una mascarilla, sin tener culpa de nada de lo que está ocurriendo. Es insultante que se vendan mascarillas y que no se regalen, que para eso pagamos unos impuestos y tenemos una Seguridad Social que dicen, o decían, que era de las mejores de Europa.

Sin embargo, ¿qué vas a hacer? pues la encargas. Luego vas al supermercado en busca de unas cervezas porque es viernes, y en fin, los viernes era el día en que íbamos a La Bodeguilla. Hay muchos precios, aunque como estamos a fin de mes metemos en la bolsa la de la marca blanca y nos hacemos a la idea de que es Estrella Galicia. La cajera cuenta que una que trabaja en el hospital ha ido esta mañana y le ha dicho que en su planta se han muerto tres a la vez. Las birras empiezan a llorar mientras suena el clic clic de la registradora y te piden 31,50 euros por las cuatro cosas que has comprado.

Entonces llegas a casa. Ya no sabes qué hacer con los guantes, con la gorra que te has puesto por el estrés. Metes la ropa en la lavadora. Friegas el suelo con lejía, lavas con agua los cartones de leche: el ritual semanal teñido de tristeza porque ahí fuera lucía el sol y tú vuelves a estar confinado.

Dan las 8. Los vecinos aplauden. Uno de ellos le aconseja a los demás que este domingo tengan cuidado cuando saquen a los niños a pasear; que no se lleven el móvil porque van a rastrear los teléfonos para saber cuánto tiempo está la gente dando tumbos. "Pues quítale la aplicación, y listo", aconsejan desde el otro balcón

Pasan las 9 y desde el frigorífico la cerveza no canta (afortunadamente) el 'Resistiré', canta el 'Respirar', de Bebe: "Mi piel en silencio grita, sácame de aquí, mi piel en silencio grita, oxígeno para respirar, respirar de esta falta de ti, respirar de esta ausencia de mí, respirar para sentir mejor, respirar para aliviar el dolor".

¿Y tú? Pues tú tarareas a Bebe mientras la espuma se disipa entre tus labios.