Ya no suena la campana en el cementerio. Cuentan que era tan ensordecedora como las chicharras de la carretera de Sierra de Fuentes cuando a lo lejos se divisa la bella Cáceres. En su lugar hay una sirena, que avisa a los vivos de que es hora de salir del lugar donde habitan los muertos. Panteones, nichos, tumbas, flores de plástico, coronas, frases, fotos... el camposanto es una ciudad dentro de la ciudad, el lugar al que estos días de desescalada todavía cuesta venir. Los cementerios, es verdad, tienen algo de románticos. Al arquitecto Ángel González siempre le ha gustado fotografiarlos porque Ángel es de hacer las fotos más sorprendentes en los lugares más insólitos.

Como la visita siempre impresiona, el paseo hasta San Blas reconfortaba el alma. Fue precisamente en San Blas donde el ayuntamiento levantó la colonia de viviendas municipales para sus empleados. En una vivían Alejo Carvajal y Alejandra y al lado sus suegros José y Tomasa. Los niños del barrio acudían entonces a unas escuelas que estaban muy cerca del cementerio. Allí había dos aulas, una para niños, donde impartía clase don Víctor Perales, y otra para niñas, con doña Paquita como maestra. En los recreos daban a los muchachos queso americano, que tenía color anaranjado, venía dentro de unas latas y cada vez que te lo comías te sabía a gloria. También daban leche en polvo, aunque para eso tenías que llevarte un cacillo de casa.

En el barrio vivían la señora Manuela, Paco, Ignacio Morato, Antonio Polo... Por detrás estaban Antonio Rolo, que era carpintero, Francisco del Barco, Santos Floriano, y había muchos municipales. Luego estaba la tienda de ultramarinos de Lázaro, la carbonería del tío Choto, el horno de la Romualda, que la víspera de San Blas se pasaba la noche haciendo roscas y las hacían por miles; la panadería de la señora Cándida, que preparaba coquillos para San Blas y vendía pan y chucherías para los niños, el cine de Población...

El seminario daba mucha vida a la barriada. Desde la casa de los Carvajal se veía pasar a diario una hilera de jóvenes seminaristas con bonete y estola roja que acudían a diario a recibir sus clases. También pasaban los carros cargados de comida para los guardias que trabajaban en la prisión.

En San Blas estaban las cercas de Chapado, donde se levantó el Colegio Universitario. Hasta ese lugar llegaban los cacereños a hacer las eras en verano para limpiar la paja, y también se vendían sandías y melones. Por las tardes, aprovechando la siesta, arribaban vendedores ambulantes con sus carretillas, en las que portaban cubas de corcho con helados y barquillos. También llevaban polos de hielo a los que les echaban colorante según el sabor que prefirieras: de limón, de naranja, de fresa... Las cercas, en invierno, se ponían hasta arriba de gente de Malpartida vendiendo picón.

En San Blas también estaba la señora Petra, que era la ermitaña de la ermita. Era una señora viuda que tenía un hijo que trabajaba en un ultramarinos que estaba por San Juan. El primer coadjutor que tuvo la ermita fue Vicente Boliche, luego don José Reveriego llegó de párroco. Los Carvajal estaban muy ligados a la parroquia, don José frecuentaba su casa y Alejo iba siempre a misa de ocho, preparaba los monumentos para Semana Santa, los pintaba con sus palomas y sus espigas...

Entre todos formaban una gran familia: Rogelio Mateos y su mujer, Concesa, también colaboraban activamente en la iglesia. Hacían una gran labor apostólica y todos los domingos bajaban hasta la cárcel para reconfortar a los internos.

Hoy San Blas sigue estando a medio gas, deseoso de dar el empujón para volver a ser el que fue.