Rafael Colmenárez sueña con abrir una panadería. A sus 61 años acumula ya una hilera de vivencias. Fue gerente de una empresa de café, una de las más importantes dice, pero una crisis, la de su país en Latinoamérica, le obligó a emigrar a España. Ahora, años después, tiene que enfrentarse a otra, una para la que nadie se había preparado, una que le ha dejado en la estacada, como a tantos otros. Habla con aplomo, como si hubiera hecho costumbre de la dificultad, aunque no se queda corto cuando relata lo que ha supuesto para él la pandemia. «Ha sido complicado, duro y traumático».

Almudena Sousa, de 38 años, que habitualmente sacaba ingresos de la campaña de la fruta, estaba trabajando como empleada de hogar sin dar de alta cuando arrancó el estado de alarma. A su novio, albañil, le paralizaron las obras. Con un bebé, se quedó, como dice, «en el aire». Victoria no supera los cuarenta y la emergencia global también le ha golpeado de lleno. Ella trabajaba en la hostelería, llevaba 15 días en la empresa cuando la cuarentena la devolvió al paro con una hija de 7 años. A sus compañeras les hicieron un ERTE pero ella no ha corrido la misma suerte. «Me he quedado sin nada». Como el miedo al estigma empuja al mayor de los anonimatos. refiere no desvelar su identidad al completo al igual que Isabel, de 48 años. La primera lleva sin recibir ingresos desde marzo y la segunda, tiene más que contado lo que ha cobrado en los últimos meses: 57 euros.

Los cuatro comparten un mismo y desafortunado vínculo. Rafael, Victoria, Isabel, Almudena ponen nombre, rostro y voz a las secuelas que ha dejado la crisis sanitaria a su paso. Todos residen en Extremadura y todos solicitarán el ingreso mínimo vital que ha aprobado el gobierno central para paliar con urgencia las consecuencias de una pandemia, ya devastadora, que ha acentuado, aún más si cabe, la desigualdad entre los ciudadanos del país y de la región. Según las cifras que maneja el ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, esta prestación llegará a 850.000 hogares en España en los que viven 2,3 millones de personas. Esta cifra recoge al 17% más pobre de la población en el conjunto del país, con una renta media que no llega a los 310 euros mensuales. De todos ellos, la mitad tiene menores a su cargo y más de 70.000 son hogares monoparentales.

En el caso de Extremadura, la estimación es que la ayuda atienda a 30.000 hogares. Será una de las regiones que concentrará el grueso de las prestaciones de acuerdo con los índices de la tasa de riesgo de pobreza, conocida como la tasa Arope (acrónimo en inglés de At Risk of Powerty or social exclusion), que en su último informe de seguimiento sitúa a Extremadura con la tasa más alta, un 44,6%, seguida de Andalucía (38,2%) y Canarias (36,4%), muy por encima de la media nacional (26,1%). Esto se traduce en que cuatro de cada diez extremeños se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión.

En esa brecha precisamente se encuentran los cuatro extremeños que hablan para este diario. Para muchos esta situación no es nueva. «Esto ya venia de antes, hay gente que dejó de trabajar antes, sobre todo en la hostelería y construcción», añade Almudena. Otros se enfrentan a ella por primera vez. Con lo que eso conlleva. De hecho exponen la dificultad para asumir la necesitad de pedir ayuda. «Es una situación que no he vivido nunca y me da vergüenza pedir», pone de manifiesto Victoria, que en este último mes ha recibido el amparo de colectivos como el Banco de Alimentos o Cáritas. Comparte esta misma sensación Rafael. «Nunca me he acostado sin un bocado y ahora la situación se ha puesto muy difícil», añade. Menos oportunidades reconoce haber tenido Isabel, pero insiste en que es tras la crisis sanitaria que lo ha paralizado todo cuando ha temido por su supervivencia. «Llevaba tres años cobrando lo mínimo y no lo llevaba mal, no he sido una persona con muchas opciones pero cuando no tienes nada te preocupas, temes verte en la calle», asegura.

En esa línea, aseguran que su única opción es optar por el apoyo de la administración para poder seguir adelante, pero todos insisten en que, al margen de las ayudas que puedan recibir, su única aspiración es conseguir un empleo. «Yo no quiero ayudas, yo lo que quiero es trabajar, pero hay que comer, mientras tanto ahora la necesito, tengo que solicitar ese mínimo vital para subsistir mientras se normaliza la situación y sale algún trabajo», relata Rafael.

"No es tan bonito como parece"

En cuanto a los prejuicios que han manifestado ciertos sectores tras la aprobación del ingreso mínimo vital muestran una postura clara. Cierto es que finalmente la prestación se aprobó esta semana sin el voto en contra de ninguno de los grupos políticos, pero ha sido cuestionada por algunos grupos que defienden que generará una población subvencionada sin aspiración al empleo. «Si la gente se para un poco a leer los requisitos verá que no es para todo el mundo, que lean la letra pequeña porque no es tan bonito como lo pintan, es para gente que lo necesita, que nos pregunten a los que lo estamos sufriendo que estamos removiendo el cielo y la tierra para tener un mínimo para sobrevivir, yo no estoy pidiendo para comprarme caprichos, lo hago comer y para pagar mi casa y espero no tener nunca que volver a vivir esto», asevera Victoria.

En el mismo hilo, político, Almudena comparte dos reflexiones. La primera, pide compromiso al gobierno para que las ayudas se gestionen caso por caso porque de lo contrario, «va a quedarse mucha gente que lo necesita fuera» y, en último lugar, cierra con un llamamiento a la responsabilidad de la clase política porque, «mientras en el Congreso discuten, la gente de a pie no puede permitirse una discusión, por muy simple que sea, porque le falta lo más básico, que es el alimento».