Estamos todos de acuerdo en que esos domingos lluviosos, tristones, oscuros, que tanto hemos tenido este invierno, son un auténtico coñazo. No sabemos quién diablos inventó los domingos --y al séptimo descansó-- pero ese inventor debería haber pensado en la micro depresión vespertina dominical.Haberlos haylos que se agarran a la sobredosis futbolera dominguera y empalman el partido matinal del plus con las cañas; la comida con el café y el partido del equipo local; la habitual decepción con el partido --una vez más-- del requeteplús. Y así echan el domingo tan ricamente y de paso espantan el muermazo del último día de la semana. Otros se lo toman de tranqui, y lo dedican a leer los tochos de los dominicales, incluidos los sepias. Muchos se ponen el chándal y se dan el paseíto de la semana.En fin, que el domingo uno acaba, casi siempre, con el coco puesto en el maldito lunes. Pero mire-usted-por-dónde que aquél --el pasado es un magnífico ejemplo-- amanece luminoso, claro clarísimo, con la sierra verata atiborrada de nieve reluciente, y al ir a recoger a las crías al cole, a uno le sobreviene una transitoria falta de riego sanguíneo cerebral y le da por pensar en coger el buga y marcarse un viaje al campo, hala, a disfrutar del paisaje, de las cabritas, de los revolcones en un prao bien verde, de comerse un bocata de chorizo con un buen vino de pitarra al lao, de tumbarse al sol y torrarse mientras te echas la siesta de tu vida. En eso estaba yo pensando hipnotizao por el pico Almanzor, cuando sonó el sirenón del centro escolar. El despertar fue cruel. Pero enseguida pensé: ¡qué frío por allá arriba y qué calientito aquí abajo, disfrutando de un atípico día de enero! Y di gracias al que creó los lunes con un sol dando relumbríos y a la que me parió soñador empedernido.