Fue una tarde cualquiera, justo la semana pasada, ya saben, la del súper puente, ese que nos sacamos de la manga empujando un domingo que llegó hasta el lunes siguiente, porque es anticonstitucional celebrar una fiesta nacional el fin de semana. Ella me había liao pa acompañarla a uno de esos macro súpers que tanto han proliferao en nuestro pueblo. Llovía, cogimos el coche, pusimos la calefata y nos dejamos caer por el susodicho enreo. La escena en la puerta era lacrimógena. Una mujer mendigo vigilaba a una niña que apenas se mantenía en pie. En un español extranjerizao y a la vez que extendía su mano, nos pedía dinero pa dar de comer a su retoño. A su lado, una niña pizpireta se acercó rápidamente a nosotros. Me quería ayudar a sacar el carrito. No gracias, ya puedo yo sólo. Se dio media vuelta y se acurrucó al lado de la presumíamos era su madre. Una vez comprao un buen cargamento de comida y puñeterías varias pa acompañar al café de después de comer, de esas tan típicas en estas fechas, nos topamos con la niña en la caja. Hablaba un español fluido, aunque enseguida me descubrió su verdadero origen. Era Mari, siete años, rumana; iba tapada hasta las orejas con una raída bufanda granate llena de pinturas rupestres. Con naturalidad infantil de una niña nos dijo que estaba allí pidiendo. Su supuesta madre aguardaba su turno en caja; llevaba un zumo de frutas en tetrabrik y unas galletas. La pequeña se agarraba a lo que pillaba pa no caerse. Mari tenía curiosidad. Se enganchó a nosotros y nos acompañó hasta el coche. Abrió la puerta a mi mujer, y nos despidió con una sonrisa agradecida y un estremecedor Feliz Navidad. Aquella noche, cuando me metí en mi caliente cama, me vinieron a la retina sus saltitos de alegría alejándose del coche. En su mano llevaba una monedilla dorada. Juntando unas pocas más, la cena de esa noche estaba servida.