Cuando Pilar Díaz, sus dos hermanos y su madre oían que el ascensor se paraba en el rellano de su casa de Madrid, el corazón se les encogía y empezaban a temblar. Era el anuncio de que se acercaba el padre y con él los golpes, insultos y humillaciones que le acompañaban cuando venía de mal humor. Eso fue una constante durante los primeros años de su vida. Una conducta que les ha marcado para el resto de sus vidas, como lo hace con los miles de menores que se ven atrapados por la violencia machista y el maltrato infantil.

Este año ha emergido con especial fuerza la problemática tras la siniestra cadena de muertes de menores a manos de su progenitor. Ocho fallecidos hasta ahora, que no son más que la punta de iceberg. Los casos extremos de situaciones como la vivida por Pilar que normalmente permanecen ocultas.

Sometimiento absoluto

"Casi desde que nací, mis primeros recuerdos están vinculados al miedo. No sé si nunca en algún momento he llegado a querer a mi padre. De lo que estoy segura es de que siempre me ha dado miedo", recuerda. Su madre intentaba protegerles pero desde el sometimiento más absoluto. Les instruía para que con su comportamiento evitaran los brotes de violencia del padre.

"No hagáis esto, no digáis esto", les recomendaba. La verdad es que muchas veces funcionaba. Ellos, recuerda, se comportaban muy bien. Pero nada de esto servía cuando el maltratador llegaba a casa con el ánimo torcido. Podía ocurrir de todo, desde humillaciones e insultos a lanzarles objetos como cuchillos o vasos.

Lo peor de esta estrategia para hacer frente al terror es que "interiorizaba en nosotros, las víctimas, que nuestro comportamiento podía provocar la violencia, que según qué hiciéramos podíamos ser culpables".

Demanda retirada

Su madre, recuerda, estaba atrapada en esa espiral mezcla de rechazo y sentimiento de culpa, "no sabía qué hacer, estaba anulada". Una vez llegó a interponer una denuncia pero al llegar el juicio la abogada que llevó el caso le aconsejó que retirara la demanda si el marido se comprometía a someterse a un tratamiento psiquiátrico. "Ella aceptó, pero el marido fue a dos o tres sesiones y todo siguió igual", lamenta.

Cuando hay menores en casa de un maltratador, los niños se convierten, según Pilar, en dobles víctimas "porque las madres no pueden ejercer de buenas madres tampoco". "Mi madre nos enseñó a someternos con el objetivo de mantener una cierta paz familiar y esto, sobre todo para las niñas, es terrible. Absorbimos su actitud de mujer anulada. Aprendimos a querer a la persona que te hace daño", explica.

Aunque el maltrato físico deja sus secuelas ("durante años cuando alguien se acercaba mucho, me echaba para atrás"), lo peor es la huella psicológica. Durante mucho más tiempo no supo distinguir entre una relación tóxica de una que no lo fuese. "El aprendizaje de que alguien que te quiere no te hace daño es difícil para las mujeres que hemos pasado estas situaciones", sostiene.

Menores maltratadores de mayores

Para los varones el riesgo está en convertirse a su vez en maltratadores, como ha ocurrido con algunos primos de su familia con los que de pequeña compartía confidencias sobre el infierno que a menudo eran sus hogares. No conciben otro tipo de relación con las mujeres.

La historia de su familia ha acabado bien. Cuando ya eran mayores de edad, las hermanas casi obligaron a la madre a divorciarse. Tras enterarse, el marido se acercaba cada noche a sus camas y simulaba dispararles con un gesto de la mano. Y les decía que iba a comprar un arma para acabar con todas. Hasta que huyeron del domicilio familiar. Solo regresaron cuando la sentencia le expulsó a él.

Muchos años después y tras someterse a mucha terapia, Pilar, a sus 52 años, se siente recuperada pero como no quiere que el camino se haga tan largo a otras víctimas ha creado la asociación Flores en el Desierto con personas que han vivido situaciones similares en su infancia. "Los niños sufren mucho más de lo que se quiere reconocer. Es importante que de esto se pueda salir, que se les ofreca luz al final el túnel", pide, tras contar en público por vez primera su historia personal.