Bernardo Atxaga (Asteasu, 1951) asegura que para él la novela se ha acabado porque ya no está para presiones. Y no se trata de dejar de escribir, no. Sino de detenerse, observar y pensar. Un deseo zen. Mientras baraja alternativas y encara géneros más híbridos, el premio Nacional de las Letras Españolas ha cerrado un ciclo con Casas y tumbas (Alfaguara), que será su última novela aunque de primeras no parezca tal porque ha tejido seis historias distintas sutilmente hilvanadas con el hilo de la amistad.

--’Casas y tumbas’ está construido como una constelación de historias, una serie de estrellas que forman una figura.

--Es más o menos como el trabajo de un pintor, capaz de dibujar una cara con unos pocos trazos. Unas historias que transcurren entre 1970 y el 2011 alrededor de Ugarte, en el País Vasco. Si hubiera querido contar todo, hubiera necesitado unas mil páginas en un novelón como los que se escribían en el siglo XIX, pero yo no quería eso. No deseaba ser naturalista.

--¿Por qué?

--No me interesa. Para entender el naturalismo hay que ir a mi pueblo. En la entrada hay una escultura que si se ve de lejos parece un hombre y una mujer, un tema universal donde los haya, pero a medida que te acercas ves los aperos de trabajo, el suelo escarbado y te das cuenta de que son dos campesinos trabajando. Son esos detalles los que hacen que esas figuras sean interesantes.

--¿Yendo a la contra del naturalismo hace trabajar más al lector?

--Para que este libro sea leído como una novela ha de leerse despacio. A la lectura hay que dedicarle un tiempo de oro y eso no sucede mucho. En esta novela, entre otros personajes hay unos gemelos que la atraviesan a través de las décadas.

--Esos gemelos son el ejemplo de una de sus obsesiones más recurrentes, el tema del doble.

--Eso es algo que va saliendo sin que me lo proponga. Hay muchos dobles en esta novela. Tanto en personas como en edificios. Aquí un cuartel se parece mucho a un internado y un internado se parece a un hospital. Los tres sitios son lugares de los que sus ocupantes no tienen la llave y de los que no es fácil salir.

--En ese juego de espejos se podría decir que esta novela es también el reflejo de Obabakoak. Todo lo que allí era mito, adopta aquí una forma realista.

--Eso es. En la última esquina de Obabakoak había un jabalí y aquí aparece otro. Pero el primero estaba filtrado por lo que para mí era la ideología general de la época que tenía que ver con explicaciones más o menos mágicas. La de la gente a la que le parecía plausible que una mujer pudiera transformarse en gato. Ahora el jabalí es exactamente un jabalí. No hay nada simbólico.

--Ese viaje de las raíces míticas a la actualidad es también el recorrido de su literatura.

--Y de mi vida. A mí me ha tocado vivir entre dos mundos, el mito y la realidad. Te cuento una historia. El antropólogo José Miguel de Barandiarán, que encontró todos los menhires y dólmenes del País Vasco, construyó una radio anterior a las de galena y la puso en funcionamiento el 15 de abril de 1912.

--¿Exactamente en esa fecha?

--Tiene su importancia. Barandiarán conecta con la emisora que transmite desde la Torre Eiffel, se entera de que acaba de hundirse el Titanic y llama a los periódicos para anunciarlo. Eso es algo que entendemos bien, es científico. Pero los vecinos del lugar piden a Barandiarán que destruya esta máquina porque si es capaz de oír lo que se dice en París, qué no será con las conversaciones del pueblo. En ese pequeño hecho están esos dos mundos de los que hablabas.

--Y ambos los ha conocido de cerca.

--Para mí, la magia se rompió cuando a cuatro kilómetros de mi pueblo un tal Xavier Echevarrieta mató a un policía de tráfico, Jose Antonio Pardines, en 1968, y al día siguiente apareció muerto por la Guardia Civil. Fue la primera acción de ETA, el momento en el que se rompió todo. Ahí irrumpió la realidad.

--¿Escribió ‘Casas y tumbas’ con la sensación de que era su última novela?

--No al principio. Había imágenes que me han acompañado: una jugarreta de la mili en El Pardo: pretendíamos enseñar a una urraca a decir «¡Franco, cabrón!» y hacerla volar cerca del palacio del dictador. Además, la novela se cierra con una niña ingresada con peritonitis y yo como padre pasé por esa experiencia.