Algunos triunfadores dejaron sobre el escenarios sus segundos de gloria. Así, Blake Edwards, estuvo primoroso. Se marchó con el Oscar honorífico. Quizá deberían haberle dado también la estatuilla al mejor gag. Y una tercera al discurso más ácido: dio las gracias a sus enemigos. Charlize Theron, en su líquida intervención --"no quiero llorar"--, tuvo un gesto muy deportivo: admitir que medio Oscar pertenecía al responsable de maquillaje de Monster . El actor más antisistema, Sean Penn, logró al fin su Oscar. Y la ceremonia lo agradeció. Fue el premiado con más presencia, la estampa del actor grande, la ovación rotunda. Su discurso, sin embargo, careció de la pólvora esperada. Sofia Coppola se mostró parca en palabras, tímida en el ademán y frágil en la apariencia. Su padre la aplaudió orgulloso. El rey de la velada, Peter Jackson, se mostró como el señor del desaliño. Con un esmoquin al que le sobraban dos tallas, la camisa medio salida y el nudo de la corbata mal encajado, el director hizo mucha gimnasia al alzarse dicharachero a felicitar a cada uno de los galardonados de su filme. Billy Crystal volvió a demostrar que es toda una garantía en el arte de desenfundar rápido y disparar sarcasmo sobre la actualidad más rabiosa.