Es cierto que Adolf Hitler da para muchos chistes: sobre su pequeño mostacho, o sobre su obsesión con el ideal físico ario -alto, rubio, puro- pese a que él mismo era moreno y achaparrado, sobre sus histéricos discursos; y también lo es que cineastas tan ilustres como Chaplin y Lubitsch ya hicieron en su día películas que se mofan del Führer y sus secuaces. Pero, para muchos, el humor sobre el Holocausto sigue siendo problemático. Lo que los nazis hicieron, dicen, es demasiado inhumano como para admitir risas.

«La idea de que solo las películas deprimentes pueden ser relevantes, de que las comedias no pueden cambiar el mundo, me parece ridícula. Yo soy incapaz de contar una historia que no sea divertida; si lo intentara, especialmente hablando del nazismo, acabaría hundido en la miseria», aseguraba al respecto el director Taika Waititi en el pasado festival de Toronto. Su nuevo largometraje, Jojo Rabbit, retrata a los nazis como seres patéticos e idiotas y les niega el derecho a ser tomados en serio aunque, eso sí, al mismo tiempo reconoce la facilidad con la que la ideología fascista y el discurso del odio corrompen a la gente, especialmente a los débiles.

Para ello, la película observa a Jojo Betzler, un niño de 10 años que crece en Alemania en los últimos compases de la segunda guerra mundial. El chaval idolatra a Hitler y aspira a ser el perfecto nazi, pero es demasiado débil para ello; ni siquiera tiene agallas para matar un conejo. Puesto que su padre está ausente de su vida y su madre (Scarlett Johansson) a menudo no tiene tiempo para él -es miembro de la resistencia al régimen-, Jojo se inventa un amigo imaginario, que no es otro que el mismísimo Adolf Hitler o, mejor dicho, una versión bufa del Führer.

Cuando descubre que su madre está escondiendo a una adolescente judía en el ático de la casa familiar, Jojo inmediatamente se ve atrapado entre el impulso de no delatar a su progenitora y la repulsa que le causa tener a un monstruo en casa. Sin embargo, a medida que va conociendo a la intrusa, el chaval se da cuenta de que los judíos ni se alimentan de bebés ni tienen cuernos ni duermen colgados boca abajo. Sobre el papel, es verdad, nada de eso suena especialmente gracioso; es la habilidad de Waititi a la horade insertar comedia de trazo grueso en un contexto histórico trágico lo que dota Jojo Rabbit de su personalidad única.

El director neozelandés lleva toda su carrera contando con humor historias sobre niños perdidos y padres ausentes. De hecho, Jojo Rabbit es algo parecido a la tercera entrega de su trilogía sobre el asunto -Boy (2010) y la magnífica A la caza de los ñumanos (2016) son las otras dos-. Escribió la película hace ocho años, pero por entonces ningún estudio quiso dar verde a una sátira sobre el nazismo. Guardó el guion en un cajón hasta el 2017, precisamente el año en el que dirigió el taquillazo Thor: Ragnarok; entonces, los estudios Fox Searchlight le propusieron financiar la película, con una condición: que él mismo se encargara de interpretar a Hitler. «Desde el principio supe que no iba a retratar al dictador de forma fidedigna, porque eso me habría obligado a estudiar sus movimientos y su forma de hablar, y un monstruo como él no merece que nadie haga semejante esfuerzo», recuerda el director, de madre judía y padre maorí.

Críticas a la película

En cambio, la versión del Führer que Jojo Rabbit propone es como un trasunto crecido de Bart Simpson, y con toda la intención: demostrar que el nazismo solo podía tener sentido para alguien con la mente de un niño. «No hay más que fijarse en la iconografía de las SS», opina Waititi. «En la hebilla del cinturón llevaban estampados unos relámpagos y, en el sombrero, una calavera. ¿Quién, si no un niño, pensaría que ese tipo de símbolos son cool?». Ese enfoque ha hecho que la película haya recibido las críticas de quienes consideran que retratar a todos los nazis como unos atontados -en una escena, un soldado a quien se le ha ordenado que consiga una manada de pastores alemanes aparece acompañado de unos señores con chalecos de lana- es una forma de frivolizar sobre la peor atrocidad del siglo XX.

Sea como sea, Jojo Rabbit llega a los cines en un momento en el que el neofascismo cotiza a la alza en todo el mundo y en el que por tanto, opina Waititi, ninguna demanda de tolerancia está de más. «Las estadísticas dicen que el 66% de los millennials estadounidenses no saben ni siquiera qué es Auschwitz, y ya sabemos que quien no conoce la historia es más proclive a repetirla».

El mal, en otras palabras, tiene una gran capacidad para reciclarse, y Jojo Rabbit es una afable llamada a que permanezcamos atentos porque en cualquier momento puede suceder.