Juan Manuel Gil (Almería 1979) sumerge en su obra ‘Un hombre bajo el agua’ (Expediciones Polares, 2019) muchas de esas sensaciones que a veces, nos gustaría mantener a flote. Sensaciones a las que nos enfrentamos cuando pensamos en nuestra infancia, en los recuerdos distorsionados, en las emociones que duelen. Este libro, maravilloso, trepidante, vital y enérgico, en el que autor y protagonista se abrazan, es un regalo para los que nos empeñamos en mirar, más allá, de a donde dirigen nuestros ojos. Los míos, quedaron atrapados en esta narrativa ‘inclasificable’ que comienza a seducirnos, cuando un niño descubre a un cadáver sumergido en una balsa. A partir de ahí, búsqueda, ya de adulto, de esos recuerdos y vivencias que se borran y entrelazan por lo mucho vivido. Juan Manuel Gil, autor también de obras como ‘Guía inútil de un naufragio’ (2004), ‘Inopia’ (2008) y ‘Mi padre y yo. Un western’ (2012) se consolida con este libro que se originó, de forma inverosímil, ‘en la intención de abandonar la escritura’. Eso también, merece otro libro. Pasen y lean.

—Algunas reseñas describen su obra ‘Un hombre bajo el agua’ como una novela inclasificable, llena de ritmo, de giros inesperados, ¿está de acuerdo con esa descripción?

—Creo que es una buena manera de acercarla al lector. Mientras la escribía tuve muy presente algunos de esos aspectos: el cuidado de un ritmo intenso, pero sin llegar a desbocarse, y el uso de giros que sorprendieran y proyectaran la historia en distintas direcciones a la vez. Si es inclasificable o no, lo dirán los lectores. Y eso me interesa mucho. Por eso procuro tener un contacto directo con ellos a través de las redes y en las propias presentaciones.

—La presencia de su infancia, madurez, experiencias vitales van hilando esta obra ‘vertiginosa’ en tramas y dramas, ¿ha sentido pudor durante el proceso de creación?

Todo lo contrario. Me divertí mucho escribiéndola. Regresar a mi infancia, hurgar en ella, coger de aquí y de allá, cortar recuerdos y confeccionar este texto. Creo que de algún modo esa sensación de entretenimiento y curiosidad casi insaciable ha quedado posada en el resultado final. Al menos así me lo han transmitido algunos lectores, que han recomendado la obra por la curiosidad que despierta. El pudor, quizá, vino después. Cuando supe que estaba a punto de llegar a las librerías. Un pudor que fue compartido por mi entorno más cercano. Quienes han leído el libro entenderán a la perfección por qué.

—‘Escribir a brochazos, que, en el fondo, es escribir a gritos’, ¿así ha escrito este libro?, ¿con esa necesidad de gritar y sacar todas esas vivencias?

—Esta novela se origina en la intención de abandonar la escritura. Sé que suena paradójico, pero es así. Un día solté durante la cena que no iba a escribir más por cuestiones que no vienen al caso. Ellas se miraron extrañadas y me dijeron la verdad: que si dejaba de escribir, si abandonaba esta pasión, me convertiría en alguien triste e insoportable. Así que pasadas unas semanas comencé a escribir esta novela, con la única intención de huir de esa persona triste e insoportable, que de la noche a la mañana se había convertido en una presencia. Así que, algo de grito desesperado, sí que hay en estas páginas.

—Es una narrativa sin pausa, rápida, pero a la vez intensa, llena de contenido y reflexión. ¿Hay algún tipo de ejercicio de contención en estas páginas?, ¿ese era su ritmo natural?

—Desde muy pronto tuve claro cómo quería que fuera el ritmo y el tono. Y me puse a trabajar en esa línea, sin renunciar a la naturalidad que emanaba de la propia progresión de la historia. La reflexión y las preguntas incómodas que siempre han revoloteado sobre mí tenían que estar ahí, pero también deseaba que esta novela resultase vibrante a los ojos del lector. Para mí era muy importante que el lector se convirtiera en un cómplice, no en un púgil con el que intercambiar golpes.

—¿Cuánto hay de catarsis?

—La que pueda derivarse de la diversión, entretenimiento, trabajo, madrugones, extravío, revelación, dudas, exploración y hallazgo. Todo eso me ha acompañado en este proceso de escritura. Ha sido un trabajo duro, pero también ha sido el que más he disfrutado de cuantos he emprendido. Y esto es mucho decir, porque la escritura no siempre es un espacio de gozo. En ocasiones, todo lo contrario. Un viaje que progresa lentamente sobre la línea del abandono.

—¿Qué ha aprendido de usted durante el proceso?

-Que me siento más cómodo y menos impostor si mi escritura se origina en tiempos, espacios y hechos que conozco con cierta hondura y desde cierto dolor. Pero, como digo, solo como punto de partida. Porque lo que espero de la historia es que alcance su propia autonomía y no tenga ningún reparo en dejarme atrás. En este libro, me pasó algo así. Los recuerdos de mi infancia comenzaron a curiosear en la ficción, sabedores de que eso los hacía más poderosos, más caleidoscópicos.

—¿Para qué sirve la infancia, aparte de para reconciliarse con ella, durante la madurez?

—La infancia, tarde o temprano, se convierte en un pequeño reactor nuclear, al que recurrimos en las cenas con viejos amigos y cuando nos sentamos a escribir poemas con los que buscamos la anhelada sencillez que un día perdimos. Lo peligroso de la infancia no es la infancia en sí misma. Porque la infancia es inocente y prometedora, torrencial y salvaje, arriesgada y violenta. Lo peligroso es la maldita nostalgia. Esa mirada que nos hace creer que aquello era mejor esto. La nostalgia edulcora. Prefiero la acidez.

—‘Nada más que un caballo resoplando contra otro’, ¿sobre qué muro escribiría usted ahora, esa frase que aguarda tanto a la largo de la obra...

.----Yo ya lo hice con más o menos éxito. No voy a desvelar el lugar, porque aparece en el libro y el lector curioso irá hasta ese punto. Volvería a elegir el mismo muro, el mismo día y la misma mañana. Mereció la pena. Y espero que el lector, cuando lo lea, piense algo parecido.

—«Y me dijo que la poesía nos distinguía de las bestias cuando la oscuridad lo abraza todo». ¿Qué cree que pensaría Eduardo Huergo tras leer este libro?

—Eduardo Huergo era un hombre de acción. Estoy convencido de que este libro sería una buena excusa para salir a la calle, una vez más, a por más futuro, más poesía, más verdad, más luz entrando en el agua. Creo que el no valoraría tanto la historia en sí, como el propio acto de la escritura. Probablemente se sentaría a mi lado dispuesto a hablar horas y horas sobre lo que nos alegra y nos duele. No darían las tantas hablando de poesía.

—‘Un hombre bajo el agua’, ya, a flote, en el mercado editorial. Mójese, y recomiende su obra...

—Creo que es una historia emocionante, divertida y con un gran ritmo, que no renuncia a determinadas preguntas incómodas sobre la realidad y la ficción, sobre la verdad y la mentira, sobre el deseo que tenemos de imponer nuestro propio relato, sabedores de que somos, en buena parte, lo que se cuenta de nosotros. Creo que esta historia tiene algo de espejo en el que contemplarnos, en el que reconocernos, en el que extrañarnos. Si alguien me preguntara por qué libro comenzar de cuantos he publicado hasta ahora, sin lugar a dudas, diría que ‘Un hombre bajo el agua’.

—¿Sabe? me ha gustado muchísimo, y creo que es el guión perfecto para una serie de televisión...; ¿pensó mientras la escribía que alguien le diría esto?

—No lo pensé, pero sí es cierto que mientras escribo, acostumbro a visualizar los objetos, las situaciones y los acontecimientos. La literatura y el mundo audiovisual comparten, cada vez más, espacios de cooperación. Y eso enriquece enormemente el resultado final. En cualquier caso, estaría encantado de que una aventura así se cruzara en el camino de este libro. Me está deparando muchas alegrías. Y esa sería una de dimensiones cósmicas. Le deseo a la historia de Eduardo Huergo un viaje largo y emocionante. Él se lo merece.