Seguro que un buen número de lectores dejaron escapar una exclamación de alegría ayer al enterarse de que la escritora canadiense Alice Munro había ganado el Premio Nobel 2013. No ha sido un triunfo fácil. Había varios obstáculos en su contra: haber superado esa resbalosa brecha que supone pasar de ser una autora secreta a una autora de moda --uno de sus libros formó parte del atrezzo en La piel que habito de Almodóvar--; que sea básicamente una hacedora de cuentos --ya se sabe, el cuento es la Cenicienta de la literatura y jamás hasta el momento un autor de relatos había alcanzado el galardón sueco-- y también la absoluta discreción que la acompaña.

Munro, que vive en Clinton, Ontario, una ciudad de 3.000 habitantes donde no muchos conocen su importancia --algo que ahora se va a corregir, para su desgracia-- concede muy pocas entrevistas, no por soberbia sino porque se siente incómoda en ese papel público de gran escritora. "No consigo verme a mí misma haciéndolo más que como una descomunal farsante", ha explicado dejando estupefacto al periodista de turno. Además, el pasado verano, pocos meses después de la muerte de su segundo marido, Munro anunció su despedida de la escritura a un diario local, no de la manera solemne de Philip Roth sino porque a los 82 años ha llegado a esa fase en la que la literatura, a la que ama, ya no es todo para ella. 2No me apetece enfrentarme a la soledad que requiere un escrito", aseguró con sencillez.

Incluso su manera de recibir, ayer, la noticia del premio se inscribe en esa cotidianidad que es la esencia de sus historias. No estaba esperándolo. Dormía plácidamente cuando los académicos suecos la llamaron de madrugada y, sorprendidos, dejaron el mensaje en el contestador. Tuvo que ser su hija quien hora y media más tarde la despertara con la noticia. "Me parece sencillamente imposible y es maravilloso que algo así haya ocurrido", dijo escuetamente en su línea habitual, antes de volver a esconderse para los medios. Su amiga Margaret Atwood --la otra autora canadiense que podía haber recibido el Nobel-- tuiteó con mucha guasa: "Todo el mundo me está llamando para hacerme escribir sobre Alice. Alice, sal de detrás del cobertizo y coge el teléfono". Así es ella.

Puede parecer una dulce ancianita y los títulos de sus colecciones de relatos quizá llamen a engaño: El amor de una mujer generosa , El progreso del amor , Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio o Demasiada felicidad . Pero no hay que dejarse confundir. Tras la imagen de Munro, con su hermoso pelo blanco y su luminosa sonrisa, no hay la menor sentimentalidad. Ella es una de las más inmisericordes observadoras del género humano, una encapsuladora de momentos, de iluminaciones perfectas. "La complejidad de las cosas dentro de las cosas es sencillamente inagotable", definió.

HIJA DE LA DEPRESION Asegura Jonathan Franzen en un artículo recientemente aparecido en el libro Más afuera que Munro siempre escribe la misma historia una y otra vez. Y esa historia es, básicamente, la de la propia Munro, recreada, fragmentada y manipulada, con múltiples variaciones. Una chica brillante y solitaria que crece en el Ontario rural de la gran Depresión. La madre, con la que mantiene una relación de amor y odio, enferma de párkinson a los 40 años, el padre cría zorros y visones con destino a la industria peletera sin mucho éxito. Ambos, fervientes presbiterianos, inculcan a su hija mayor el convencimiento de que lo peor que podía hacer era llamar la atención sobre sí misma. Y a las primeras de cambio y harta de ocuparse de la labores domésticas, Munro, que por entonces se llamaba Laidlaw, consiguió una beca, fue a la universidad -- "algo que consideré como unas vacaciones, un tiempo maravilloso"-- y allí conoció a su primer marido, James Munro, que le proporcionó apellido y a sus tres hijas, pero no la felicidad.

Muchas protagonistas de sus cuentos son mujeres jóvenes --ella tenía 20 años cuando se casó-- atrapadas en unas redes familiares que las oprimen. De aquella época data la imagen más emblemática y patética de la escritora, sin habitación propia, cuando robaba horas a su labor de ama de casa para escribir sus relatos mientras las pequeñas dormían la siesta, de una a tres de la tarde. De ahí que su aliento literario, tantas veces interrumpido por tener que sonar mocos, limpiar el polvo o cocinar, solo le diera para escribir historias breves en lo que ella denominaba "una carrera desesperada".

En sus cuentos las chicas atrapadas en su matrimonios no son inocentes de su rupturas. Munro, así lo confesó en la magnífica entrevista que concedió a la Paris Review en 1994, tampoco lo fue.

Se separó en 1972 y cuatro años más tarde, ya casada con Gerry Fremlin, encontró la necesaria estabilidad como para dejar de ser esa rareza, un ama de casa que además escribe. Y en 1977 se pudo quitar la espinita de los numerosos rechazos cosechados en The New Yorker al convertirse en una de las escritoras estrella de la revista. Su fama creció lentamente en una obra que contabiliza 12 libros de relatos y una novela, La vida de las mujeres , que le confirmó que lo suyo no eran las distancias largas.

"Lean a Munro", recomienda fervoroso Jonathan Franzen, aunque solo escriba cuentos, aunque sus cuentos aparentemente pasen muy pocas cosas. "Ella es uno de los pocos escritores que tengo en mente cuando digo que la narrativa es mi religión". Una maestra.