Aquella voz sonaba tímida y amable al teléfono. Hace hoy seis meses, Antonio Vega pisaba el escenario de la sala cacereña La Bola para ofrecer uno de los últimos conciertos de su vida. Aunque aquella noche fría de noviembre, con el local a reventar y el ruido impertinente de los que no supieron disfrutar de sus canciones, el artista voló como un ángel vestido de negro por el local con la única compañía de su inseparable teclista Basilio Martí. Por momentos, pareció que ese aspecto frágil y débil le vencería. Pero no. Aguantó y demostró por qué la música hace siempre grandes a los mejores. Y él lo será siempre.

En aquella entrevista, el músico destiló gotas de ilusión. Preparaba un libro de memorias que desvelaría, decía, "su filosofía de las cosas", remiso a descubrir todas sus cartas fuera del escenario. Aquel tipo con las ideas claras que había cumplido el medio siglo seguía levantándose todas las mañanas para componer tras haber renunciado hacía años a la noche. "La música una forma de vivir, de entender el mundo y las cosas", contestaba a este periodista, "cuando la tienes, te acompaña toda la vida". Y lo consiguió. Poco antes de que las fuerzas le pudieran, Antonio Vega iba a tocar con Nacha Pop, su grupo de toda la vida, en Extremúsika. Habría sido un gustazo verle en abril en aquel escenario junto a la ribera del Guadiana en Mérida. Pero ayer nos dejó con la sensación de que sus canciones quedarán para siempre.

Una tarde del verano pasado, en una playa de Cádiz, me senté a escucharle. Con el pelo alborotado y la camisa blanca, acababa de llegar de Madrid. A David Pino, vocalista del grupo extremeño Spanglish, le brillaban los ojos. Antonio Vega cantaba mirando al mar: "Lucha de gigantes convierte el aire en gas natural, un duelo salvaje advierte lo cerca que ando de entrar en un mundo descomunal, siento mi fragilidad...". Volvimos al día siguiente. Aquel ángel frágil ya vuela por otros cielos.